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LOS AMANTES DE PONT-NEUF
(Les Amants du Pont-Neuf)

Francia, 1991


Dirigida por
Léos Carax, con Juliette Binoche, Denis Lavant, Klaus Michael Grüber, Daniel Buain, Marion Stalens.



A la fecha de Los amantes de Pont-Neuf, Léos Carax era un realizador franca decadencia. En 1986 todo el mundo le había celebrado Mala sangre y muchos, no sin algo de razón, vieron en ella la quintaesencia del posmodernismo. Un romance de folletín a caballo de guiños falsos, psicología de ocasión y gestos convulsionados son los platos fuertes de este show, cuya extensa primera parte discurre como una versión atenuada, y en ralenti, de las viejas mañas de Carax. Michéle (Juliette Binoche) y Alex (Denis Lavant), los amantes de marras, son dos cirujas parisinos. Mal que le pese al título, es muy peliaguda, para el espectador, la tarea de convencerse de que los dos efectivamente se aman, habida cuenta de la frialdad y la parquedad que sustituyen a cualquier gesto amatorio mínimamente reconocible. El es un clochard hecho y derecho; un origen misterioso la envuelve a ella, que tiene un ojo emparchado y una carpeta con retratos a mano alzada que sugieren un pasado cultivado, tal vez en las casas de estudio de las clases altas. La Binoche, convocada para los preparativos de esta película –que consumieron tres años– cuando estaba fresquita su consagración mundial (La insoportable levedad del ser), fue afeada deliberadamente. Y ambos fatigan una gestualidad espástica, que supera cualquier ensayo de "realismo sucio" y hasta parece ilustrar los prejuicios de Carax para con los linyeras. Lavant, que es bastante feo y no sólo por referencia a los galanes hollywoodenses, se la pasa cariabsorto, desencajado, oteando alrededor. Pero es muy poco lo que ocurre alrededor. Cada noche, antes bien, hilvana con las demás una larga cadena de idénticos eslabones: borrachera, caminata, pastilla de somnífero y a dormir. Los efectos especiales (de luz, de montaje), que en Mala sangre tenían la persistencia de un caballito de batalla, reaparecen velada –¿avergonzadamente?–, aunque subyacen a toda la narración: el propio Pont-Neuf, supuesta cuna de depresiones sórdidas, nunca deja de emanar brillos de postal turística.

La vertiginosa variación de ángulos de cámara sobre una sucesión de gestos cambiantes, que daba a Mala sangre una apariencia entrecortada y veloz, cede aquí frente a un trámite inconmoviblemente lerdo. Pocas palabras, un puñado de sucesos desperdigados, nulos conflictos de peso. Transcurrida la primera media hora, el asunto casi induce al espectador a añorar la más típica conflictividad norteamericana: que los cirujas se hagan millonarios, que ingresen a Harvard, que sean aplastados por un tren... ¡que se bañen! Y nada. Al "efecto emoción" de los viejos tiempos Carax lo redujo a su expresión mínima –minimal se diría– para asociarlo con una morosidad que aburre sin vuelta de hoja. Si Mala sangre citaba con dignidad al Truffaut de Los 400 golpes (el persistente travelling sobre Lavant, que conviertía a un par de cuadras surcadas a pulmón en una distancia interior, inabarcable), Los amantes de Pont-Neuf parece querer evocar al Buñuel de Viridiana (la danza de los linyeras con los festejos por el bicentenario de la Revolución como telón de fondo). Pero los alienados del Maestro eran un quiste para la hipocresía vigente, mientras que los de Carax apenas dan cuenta de su existencia ante el "mundo exterior". ¡Ni los minúsculos hurtos que acometen son advertidos por sus víctimas! La costosa escenografla –se gastaron más de veinte millones de dólares para reproducir en estudios el verdadero Pont-Neuf y sus alrededores– no hace más que potenciar esa cerrazón, aislando definitivamente a los personajes.

Hay otro Carax, empero, y es el del descalabro total. Tarde pero seguro, atracan en el Pont-Neuf los conflictos yanquis. Miles de afiches de gran tamaño, desde las calles de París, muestran el rostro de Binoche. En letras catástrofe se exhorta desde ellos a la chica a presentarse ante su padre, un coronel, que la hará curar de la vista con el flamante método de cierto ilustre doctor. Sin decir agua va, Michéle se aleja de Alex y llega el instante en que las taras del romanticismo convencional saltan con decididamente a la pantalla. De la mano de la Binoche de siempre (desemparchada y maquilladísima), desfilarán apretujadamente el despecho, los celos, el amor loco (Alex intentará quemar uno por uno esos afiches), una traición incomprensible y hasta una cucharadita de thriller. Los clochards, ahora, casi parecen personajes salidos de otra película. Son como el lastre de un mecanismo que debería servirse de señoritas y señorones de mayor casta. Del latoso universo del comienzo, entregado a narrar el romance ascético de dos zaparrastrosos, apenas queda un ampuloso efecto clochard. Con él cae la "virtud negativa" del desarrollo previo, que esquivaba las remanidas convenciones sentimentales. Ya sobre el happy ending Carax se permite un último exabrupto. "¡Despierta, París!", le hace gritar a Binoche de cara al Sena y la oscuridad, con lo que la inconciencia termina imponiéndose sobre la decadencia en el último palmo del relato.

Guillermo Ravaschino