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ANICETO

Argentina, 2008



Dirigida por Leonardo Favio, con Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldoni.



Volvió Leonardo Favio. Uno de los más importantes directores nacionales vivos regresó a la pantalla grande con una versión nueva, balletizada,  de su maravilloso Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más. Y su regreso demuestra que un artista no tiene edad y que el paso del tiempo no hace mella en una cosmovisión cuando es sincera. Aniceto es la demostración cabal de una mirada global sobre el cine sin los aires de la intelectualidad ni la impunidad de lo populista. Porque Favio es un intelectual sin serlo, y es popular sin proponérselo ni subrayar su origen. ¿Quién sino él podría mezclar el ballet y la música clásica con la cumbia sin hacer apología de una teoría cerebral ni celebrar obnubilado el supuesto poder de la pureza del pueblo y salir airoso de semejante trance?

El director de Crónica de un niño solo, El dependiente, Soñar, Soñar construye su historia a partir del mismo cuento ("El cenizo", de su hermano Zuhair Jury) que diera origen a la película de 1967. Pero como si ésta no existiera, se anima a "modernizar" un de por si atemporal relato que habla de las derrotas imbatibles e insuperables del hombre (en cuanto género masculino). Una mirada sobre la masculinidad que recupera para el hombre el sentimiento que siempre se llamó femenino. Y se agradece. Y se agradecen esas lágrimas ante la comprensión de la pérdida, esos ojitos acuosos, ese mentir del protagonista que ni él mismo se cree cuando dice "no vine por ella". Aniceto, un gallito envalentonado, halla el amor y no sabe qué hacer con él. Se deja llevar por la pasión y elije y se equivoca y pierde. Y en esa derrota su destino se encuentra y el final queda fijado.

Filmada en un galpón-estudio, deliberadamente artificial en sus decorados, con esos cielos de cartón pintado, ese viento de ventilador gigante que mece los árboles y los plumerillos plantados en una calle de mentira, esas acequias de Mendoza construidas especialmente con sus puentecitos que parecen y no, a la vez, y paradójicamente, reales mientras se oye fluir el agua, esas casitas de adobe encaladas donde la precariedad es un escudo y la simpleza el dominio, la ficción parece entregar más vida que cualquier realidad.

Favio filma como pocos el sentimiento y consigue transmitirlo en los primeros planos de unos rostros que con su sola presencia cuentan lo que les pasa sin hablar. La bravuconada ingenua y animal de Hernán Piquin, la inocencia frágil de Natalia Pelayo, la sensualidad descarada de Alejandra Baldoni, en apenas gestos, posturas, miradas es un regalo a la inteligencia del espectador que debe construir lo que los escuetos y precisos diálogos apenas aportan (esos decires tan provincianos que traen la oralidad y demuestran el oído de un escucha atento) y sumarlo a lo que los cuerpos entregan en la danza.

Tan complicado siempre de filmar el ballet, no causa asombro que la ignorancia asumida por parte del cineasta se vuelva virtud, y uno pueda ver, como pocas veces en el cine, escenas de danza que transmiten (sentimientos, emociones, razones) sin recurrir a los cortes ni precisar para la concreción de tal fin la edición posterior en la mesa de montaje. Si hasta las riñas de gallos que aquí alcanzan un juego de comparativa crucial y anticipatorio simbólicamente se puedan pensar como ballets coreografiados.

Como cuadros vivos, la puesta en escena consigue subyugar y atrapar la atención con una sencillez que abruma ante tanta pedantería y tanto efecto mal usado a los que estamos (mal) acostumbrados.

Sin ser la obra más lograda de semejante creador, Aniceto es una exquisitez que todos mereceríamos degustar y que demuestra que cuando el corazón y el cerebro se dan la mano no son necesarias las moralinas ejemplificadoras ni las palabras altisonantes ni la pedantería intelectualosa; para sentir basta sentir. Y vaya si es difícil. Y vaya si Favio no lo presenta como lo más sencillo del mundo.

Javier Luzi      


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