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ARTEMISIA

Francia-Italia, 1997


Dirigida por Agnès Merlet, con Valentina Cervi, Michel Serrault, Miki Manojlovic, Luca Zingaretti, Emmanuelle Devos, Maurice Garrel, Frédéric Pierrot, Brigitte Catillon.



Con apenas 17 abriles, Artemisia es una de las pintoras más talentosas de la comarca. Qué digo de la comarca, del mundo. O mejor, de los viejos tiempos, ya que estamos ante un relato vagamente apoyado –pero apoyado al fin– en Artemisia Gentileschi (1593-1653), la primera artista plástica célebre que dio la Historia.

Ya de entrada se torna evidente que Artemisia (Valentina Cervi) no se lleva con su época. Ella es curiosa, espontánea, sensible, fresca (muy hermosa, además) y nada la apasiona como plasmar la belleza y el sentido del mundo, sobre una tela con un pincel. La anatomía humana ocupa un lugar central entre sus obsesiones plásticas. Artemisia es virgen. Y podrá vérsela seduciendo a un inocente pescador de su edad para que se desnude frente a ella... sin otro afán que trasladar a un papel la exacta conformación de sus huesos. Por ser mujer Artemisia no puede vender sus cuadros ni ingresar en las prestigiosas academias artísticas que florecen por Italia. Pero es hija de un exitoso pintor (ahí está Michel Serrault) al que supera en inspiración. Y ese pintor firma por ella las obras que pagan los mecenas, con lo que Artemisia crece como pintora viviendo de su talento y, al mismo tiempo, ocultándolo. ¿Cómo decirlo? Una atmósfera machacona envuelve a este primer tramo del relato. Los rasgos de la artista son delineados una y otra vez, como si se hubiera buscado subrayarlos para mejor exprimir el contraste con la realeza, con la curia, con los prejuicios y las tradiciones que la antagonizan. En este sentido, el film de Agnès Merlet se suma a una ya demasiado larga lista de producciones que se abocan a poner en escena prejuicios y tradiciones inmemoriales... pero parecen percibir que esas lacras han sido superadas, o cuanto menos trastocadas, por el paso de los siglos. Que ni siquiera expresan –o lo hacen a duras penas– a los males que envilecen al mundo actual. Y entonces cargan las tintas. Fabulan, exageran.

Hay otra veta en Artemisia y resulta bastante más interesante que la anterior. Comienza con la llegada de Agostino Tassi (Miki Manojlovic), encumbrado maestro de la perspectiva que pasará una temporada en la región pintando frescos por cuenta y orden del mismísimo Papa. Cierto es que la grandeza y maestría de Agostino están algo infladas: no se imponen por sí mismas sino a partir de los comentarios de terceros y de la exposición de principios pictóricos en ese lenguaje infantil que Hollywood (no siempre bajo bandera norteamericana) utiliza para vulgarizar las artes y las ciencias. Y que las primeras charlas con la protagonista, signadas por el deslumbramiento de esa muchacha que quiere convertirse en discípula, presentan instancias decididamente forzadas: Artemisia será joven pero la sabemos consumada y cuesta creer que se declare literalmente incapaz de mirar el mar... por el solo hecho de haberse acostumbrado a pintar en interiores. Pero la llama del amor, destinada a crepitar entre ambos, se llevará los mejores instantes de la película. Que son breves y pequeños: despojados de pretensiones, divorciados de alegatos frágiles, beneficiados del cierto vuelo con que los actores –¡aligerados!– recrean la afinidad, la intimidad, los contactos, en fin, eso tan propio de los metejones que se precian.

Una tercera veta se nutre de las precedentes e irrumpe cuando los prejuicios y las moralinas apuntan... a la pareja. Tassi es un hombre maduro, Artemisia una niña casi. Lo que derivará en largo entuerto tribunalicio –si es que los resabios de la Santa Inquisición pueden equipararse a los tribunales– cuyos detalles no conviene referir. Sépase, empero, que será el film, más que los personajes, el que vuelva a la carga con gravosos, y por momentos latosos, alegatos.

Guillermo Ravaschino