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LA BELLEZA DE VENUS
(Vénus Beauté)

Francia, 1999


Dirigida por Tonie Marshall, con Nathalie Baye, Bulle Ogier, Samuel Le Bihan, Jacques Bonnaffe, Mathilde Seigner, Audrey Tatou, Claire Nebout.



La belleza de Venus es el nombre del salón de belleza adonde transcurre esta comedia costumbrista, íntima y romántica, cuyo enorme éxito en Francia debe estar emparentado con las arraigadas tradiciones de este rubro en aquel país. En el salón trabajan la protagonista, Angèle (la aún atractiva y seductora Nathalie Baye, que acaba de pisar los 50 pero acusa diez años menos) y dos chicas mucho más  jóvenes: Marie –rostro angelical, muy inocente– y Samantha, que se toma su tiempo para desmentir la rudeza que sugiere a primera vista. Nadine, ya sesentona, es la propietaria y jefa, caracterizada por un agudo instinto comercial y un aire maternal hacia sus empleadas.

La historia está centrada en Angèle pero abarca de algún modo al resto de los personajes. Que comparten lo que, más o menos puntualmente, compartimos todos: la búsqueda de un amor que se presenta esquivo, cruel, escurridizo, conflictivo o frágil. Y que sólo a veces llega para quedarse. A Angèle se la percibe veterana de muchas guerras –si se me permite la expresión–, una o varias de las cuales le dejaron cicatrices que no acaban de cerrar. Es mérito de la directora Tonie Marshall (y de la propia Baye, por cierto) que la postura, los gestos y especialmente la mirada de Angèle, más que sus palabras, sugieran que un aciago día decidió "no enamorarse más". Claro que tales cosas nunca pueden decretarse. A poco de empezar el film, un desconocido llamado Antoine se le cruza en el camino para anunciarle, con ímpetu de adolescente, que está perdidamente enamorado de ella y dispuesto a abandonarlo todo, novia veinteañera incluida. ¿Será este el gran amor que Angèle estuvo esperando sin darse cuenta? ¿Podrá enfrentarlo?

Del salón de belleza hay que decir que está muy bien puesto: se lo siente real. La historia entra y sale literalmente de allí con Angèle, sus compañeras, un puñado de clientas encargadas de dar la nota cómica (no siempre con fortuna) y algunos hombres que se acercan para iluminar el tema. Jacques, uno de esos amantes que ya no son lo que eran –y tampoco terminan de convertirse en ex– complementa el retrato de la protagonista, mientras que un anciano encantador (deliciosa composición de Robert Hossein) promoverá la transformación en mujer de Marie, la muchachita angelical. El salón también encarna metafóricamente los vaivenes de los personajes. Cremas y cósmeticos, masajes y cama solar: Venus es el reducto al que acuden las mujeres para combatir, o por lo menos contrarrestar, las heridas del tiempo. Para ponerse bellas y sentirse jóvenes. ¿No coincide esto con los milagrosos efectos del amor? Por lo demás, La belleza de Venus no deja de explora cierta veta obvia pero fértil que ofrecen los salones y las peluquerías: el contraste entre la eficacia de las empleadas en cuanto consejeras sentimentales de sus clientes... y su falta de respuestas en el plano personal.

El problema, el gran problema, es Antoine. Hay algo esencialmente falso en el trabajo de Samuel Le Bihan, que a veces subactúa, otras sobreactúa y siempre, o casi, desmiente con el cuerpo el enamoramiento que sus labios dicen. Pero el problema excede lo interpretativo. Es más: al principio Antoine está barbudo –luce algo desaliñado– y su esforzada seducción fluye más o menos aceitadamente. Pero cuando Angèle le empieza a hacer lugar se convierte como por arte de magia en un impecable señorito inglés. Bien vestido, afeitadísimo, con un refinamiento de galán de TV. Y eso que Antoine no es un ejecutivo ni un empleado bancario sino un escultor. El desenlace es de esta misma cepa: empalagoso, artificioso, esteticista. Algo ha llevado a la directora a confunidr, o cuanto menos asociar, el amor con la prolijidad. ¿Serán los tiempos?

Guillermo Ravaschino