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LA CENA

Italia-Francia, 1999



Dirigida por Ettore Scola, con Fanny Ardant, Giancarlo Giannini, Vittorio Gassman, Stefania Sandrelli, Daniela Poggi, Antonia Catania.



Tanto se habló de "la película póstuma de Vittorio Gassman" que tal vez convenga arrancar puntualizando que La cena no es tanto de él como de Ettore Scola, su director, y que el protagonismo se halla repartido entre una cantidad inusualmente numerosa de personajes.

Todo transcurre en el espacioso, no por ello menos íntimo salón de una trattoria italiana atendida por sus dueños. No es que les falten mozos y cocineros (tienen a un par), pero la veterana, aún atractiva y esencialmente encantadora propietaria (Fanny Ardant) no deja de estar todo el tiempo allí, tras la caja registradora, entre las mesas, en la cocina. No tanto "para engordar el ganado" como para darle a la cosa –al restorán, al film- cierto calor de hogar muy bienvenido.

Todo transcurre al cabo de una larga cena, que en realidad son varias: tantas como las mesas dispuestas en el local, por las que la cámara de Scola (Feos, sucios y malos, El baile) ya no dejará de pasearnos. Una de ellas reúne a la madre (Stefania Sandrelli) y la hija, que tocan temas como el primer novio y la conflictiva vocación de la muchachita. Otra tiene por animadores a un profesor adúltero (Giancarlo Giannini) y su mucho más joven alumna-amante. Una pareja que se está por casar (o no); cuatro personas maduras (falsamente) preocupadas por la política; una morocha que sienta frente a sí a cada uno de sus amantes. Todos ellos ocupan sus respectivas mesas. Gassman está solo en la suya, lo que le sirve para volver a jugar ese rol de viejito que se las sabe todas (con el que cansó un poco), pero también para otear libremente el horizonte, parar las orejas y meter las narices en las conversaciones de los otros. Sus palabras y gestos parecen querer traducir algunas opiniones del propio Scola sobre cada uno de esos personajes que, en su conjunto, dibujan una de las caras posibles de la clase media italiana contemporánea. Pero lo mejor de Gassman no son esas palabras ni esos gestos –casi siempre ampulosos–, sino la ternura y la sabiduría que afloran cuando baja el tono y se aquieta. Algo parecido le ocurre al film.

La lista de comensales dista de agotarse en los mentados, pero no voy a abrumarlos. Sepan que son tantos que por un buen rato uno siente que a Scola el asunto se le va de las manos. Que pecó de abarcativo, que sacrificó la posibilidad de profundizar o, lo que es peor, que todas esas mesas no hacen a una unidad, a un sentido, a una película. No sin trabajo, la propia historia se encargará de desvanecer esta sensación. Al fin y al cabo, las subtramas (una por mesa) son ciertamente muchas, pero sólo dos o tres dejan saldo desfavorable: la de los adolescentes, que nunca levanta vuelo, la de los teatristas, graciosa a medias, y la de los que se están por casar, que remite a las comedietas for export que le dieron mala fama a Italia. Las demás tienen su lugar, su desarrollo. Algunas más temprano, otras más tarde, llegarán al justo punto en que las emociones –como espuma de un hervor– se derraman.

No es poca hazaña llevar a buen puerto a tantos personajes y situaciones, sobre todo si se considera que las formas de La cena son más bien convencionales: el montaje alterno, pendulante entre uno y otro grupo de comensales; la musiquita incidental, que comenta –cuando no subraya– las instancias más espesas de la anécdota (que está narrada en tiempo real) y paremos de contar. La clave no es formal, empero, sino dramática. Con el correr del metraje, Scola exprime a fondo la mayor parte de los intercambios y hace vibrar las mejores cuerdas de sus intérpretes. Hacía rato que Gassman no resultaba tan digerible. Giannini está muy bien (tragicómicamente). Y lo de Ardant es sobriamente espectacular, aunque suene paradójico: como quien no quiere la cosa, esta francesa –en su mejor trabajo hasta la fecha– llegará a expresar cabalmente el espíritu de la situación. A comprenderlo todo, y hacérnoslo saber, sin decir una palabra.

El paisaje humano al que nos asoma Scola se completa con la "tripulación" del restorán, que es revelada en su ámbito natural: la cocina. El cocinero en jefe, al igual que el realizador, es un viejo lobo de las aventuras eurocomunistas. Y como tal, escéptico, bienintencionado, algo cerrado, amargo. Pero Scola –el film– toma distancia de esta mirada, o se eleva por encima de ella, toda vez que funde a los diversos personajes en un mismo clima, en un ambiente humano que supera al continente físico, y que parece postular que todavía es posible cierta comunión entre las almas (entre las almas como estas). Que se puede improvisar, cambiar, franquear pequeñas diferencias. Comunicarse. Estas impresiones surgen sutilmente, se abren paso con delicadeza entre el típico murmullo de restorán.

Guillermo Ravaschino      


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