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COMO CELEBRE EL FIN DEL MUNDO
(Cum Mi-Am Petrecut Sfarsitul Lumii)

Rumania-Francia, 2006


Dirigida por Catalin Mitulescu, con Doroteea Petre, Ionut Becheru, Jean Constantin, Mircea Diaconu.



Ultimamente la niña mimada de los festivales ha sido la cinematografía rumana. Premios por doquier, reconocimientos varios, elogiosas reseñas y escritos de la crítica mundial que ayudan a crear un espacio inexistente hasta hace un tiempo atrás; un público ávido por encontrarse con un cine que da cuenta de un mundo desconocido. Que también eso es el cine, el acercamiento a historias, idiomas, costumbres, modos, identidades que nos permiten reconocernos en las diferencias y descubrir que éstas tampoco son tales. Además del aire fresco que implican para un arte que poco se renueva en carteleras repletas de blockbusters. Cómo celebré el fin del mundo (opera prima de Catalin Mitulescu) es, tal vez, un exponente menor comparado con La noche del Sr. Lazarescu o Bucarest 12:08, pero igual vale.

Es 1989. Eva (la magnética Doroteea Petre, ganadora como mejor actriz en la sección "Un Certain Regard" de Cannes 2006) y Lali (el encantador Timotei Duma) son hermanos. Viven en los suburbios de Bucarest, espacio de verdes y de fábricas y de complejos habitacionales como grandes hormigueros (al mejor estilo Lugano 1 y 2). La joven de 17 que sueña con huir a la libertad que su país le niega y el niño de 7 que ama a su hermana por encima de todo y no quiere perderla. Eva se debate entre Alex, el hijo de un policía miembro del partido, y Andrei, al que tildan de idiota en el pueblo y es hijo de una pareja de disidentes. Mientras juega con sus dos amigos inseparables, Lali maquina la forma de impedir la lejanía de su adorada hermana que intuye irreversible: matar al hombre por el que ella quiere irse a otro lugar (tarde comprenderá el inevitable que su madre pone en palabras: "las mujeres siempre se van").

Mientras observamos el devenir de lo cotidiano (trabajos, fiestas, amores, odios, etc.) sentimos que un fantasma lo recorre todo; una presencia insoslayable, y no sólo por todos esos cuadros y fotografías que inundan la pantalla, sino porque irrumpe desde lo profundo para moldear acciones, sentimientos, actitudes, relaciones, sueños, proyectos. Para construir una vida por acción o reacción, a favor o en contra pero siempre con el eje puesto en él. Ceaucescu. El poder tirano. Más de veinte años sometidos a una voz única, un pensamiento único, sin opinión, con miedo, no es algo menor. Se estampa en la vida cotidiana, la modela, la (de)forma. "No hables de Ceaucescu" le impone la madre al pequeño, "no voy a dejar que Ceaucescu te haga mal" le dicen mientras lo rescatan de otro de sus intentos de suicidio (porque se quiere matar cada vez que se siente abandonado por su hermana), el padre imita risueñamente al Gran Padre, Eva y Alex rompen un busto suyo, en el colegio se crea un coro para cantarle al dictador cuando asista a un acto, el aire se impregna de su aroma, en los intersticios asoma su ojo rector y observante, las intrigas son moneda corriente, los planes conspirativos el pan de cada día; y si todo esto no deriva directamente de él, en cada lugar habrá quien simbólicamente sustituya su presencia para convertirse en el elemento a temer, odiar y despreciar (en este caso el padre de Alex).

Ceaucescu entonces como un leit motiv constante, el poder fabricando humanidades, lo público imbricado en lo privado. Quizás eso también sea lo que perjudica un poco el resultado final: la sumatoria de simbolismos, la acumulación de alegorías que (d)enuncian sometimiento y búsqueda de libertad, la redundancia de mantener el marco coyuntural tan presente, el recurso de poetizar desde cierto "realismo mágico". Porque si hay algo que consigue atrapar la atención del espectador y fundirnos en ese mundo es la empatía que transmite la relación fraternal de Eva y Lali. La pequeña historia. El cariño, la ternura en cada gesto (el abrazo, el vestirse, el mirarse, el jugar a lastimarse, el defenderse), el amor incondicional que traspasa la pantalla cuando ellos se cruzan es un mérito para nada menor, casi diría su mayor aporte. Que cuando está, moviliza, y cuando se diluye en la Gran Historia se extraña.

La prueba más notoria de lo que pudo ser el film y no fue se expone en la pintura que con pocos trazos (guión y puesta en escena) caracteriza una sociedad pintoresca y un mundo de personajes bastante costumbristas pero que igualmente en su misma freakidad logran sostener sus individualidades y al mismo tiempo se constituyen en espejo de sus compatriotas. Reflejo que se evidencia en la aparición de las imágenes finales, cuando la televisión transmite (la cámara censura en un principio lo "mostrable" al encuadrar un edificio y sólo permitir que se escuche el audio de gritos y la invocación del dictador siempre repetitiva como una letanía) lo que está sucediendo en la plaza, y luego los rostros de los ciudadanos pidiendo la renuncia y más tarde las trifulcas callejeras. Hasta fundirse en negro.

Mediaciones que se juegan tanto en lo visual (televisión mostrada en el cine) como en lo temático (como he intentado dar cuenta) pero sin que su potencialidad sea adecuadamente explotada; mediaciones que construyen un film que habla de la memoria, de la reconstrucción de la historia y, especialmente, de ciertos sentimientos fácilmente reconocibles.

Javier Luzi      

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