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DOS HERMANOS

Argentina, 2010


Dirigida por Daniel Burman, con Graciela Borges, Antonio Gasalla, Elena Lucena, Rita Cortese, Osmar Núñez.



Chupar un clavo. Ir a ver Dos hermanos es como chupar un clavo. Quiero decir que la película es un clavo, que Daniel Burman esta vez no da en el clavo (porque lo suyo está ligado al acierto con que retrata ciertos tipos sociales en situaciones urbanas reconocibles) y que verla resulta tan desabrido como tener uno entre los labios. Puede que el más frecuente de los usos que se atribuyen a esa expresión esté ligado al tedio, al aburrimiento con que ciertos espectáculos nos decepcionan. También es cierto que ese tipo de acusación suele lanzarse indiscriminadamente contra películas y directores que tratan de eludir las convenciones cinematográficas al uso. Pero tal no ha sido nunca, o casi nunca, la seña de identidad de Daniel Burman, de quien se ha dicho que es quizás el más sólidamente costumbrista de los directores argentinos que contribuyeron a la renovación ocurrida a partir de la segunda mitad de los 90. Ahí están películas como El abrazo partido y Derecho de familia para apuntalar lo antedicho. A diferencia de aquellas, tanto El nido vacío como esta última se ocupan de generaciones cada vez más cercanas a –o ya instaladas en– la vejez (y esto parece atenuar su vigor estilístico).

Los hermanos en cuestión (Graciela Borges y Antonio Gasalla) viven en la Capital Federal y pertenecen a una clase media venida a menos, ese medio pelo que, por defectos de formación y coyunturas adversas, acabó encerrándose en la impostura de negar su miseria y decadencia. Ella es controladora, agresiva, y tiene hábitos como el de robar la correspondencia de su vecino para colarse en eventos a los que no ha sido invitada. El ha cuidado a su madre desde hace ya muchos años, sometiéndose a los caprichos y abusos (económicos, entre otros) cometidos por su hermana para no confrontar con ella, y descartando la posibilidad de una vida en pareja por razones que no parecen vinculadas a la indecisión sexual, sino a la resignada aceptación de un statu quo familiar y social represivo. Pero el punto de vista que una generación y una clase social desplegaron sobre las definiciones sexuales y políticas, como el sentido y la función del arte y del espectáculo (tópico que también emerge a partir de una línea dramática subalterna), son eludidos por una narración que procura no incomodar a nadie ni profundizar en nada, fomentando así la impresión de que las taras, los vicios y las limitaciones de los personajes pueden ser también los de la película.

El azul y el gris suelen ser tonos cromáticos dominantes en la filmografía de Burman. Aquí son un signo de insipidez y rutina que va más allá de la función expresiva que cumplen, para impregnar por completo a la puesta en escena, desapasionada, monocorde y un tanto condescendiente. Burman y Sergio Dubcovsky (autor de la novela y coguionista junto al director) son capaces de observar y señalar limitaciones de unos personajes desvelados, entre otras cosas, por conocer a Mirtha Legrand, pero no tienen la audacia necesaria como para convertir eso en un hecho estético (imagínense el juego entre realidad y representación que hubiera supuesto la aparición de Mirtha haciendo de sí misma junto a figuras públicas como Gasalla y Borges), o en un hecho dramático que nos involucrase emocionalmente poniendo en suspenso los (pre)juicios que los espectadores –y la propia película– tenemos sobre los medios o el lugar que las figuras públicas ocupan en la vida cotidiana. En el peor de los casos, el “incidente Legrand” es una evidencia mínima de la sensación de superioridad que la película manifiesta con respecto a sus propias criaturas, quizá la causa mayor de la frialdad que genera. En el mejor, es un paso de comedia cuya gracia se agota en el trailer.

Marcos Vieytes      


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