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LAS FLORES DEL CEREZO
(Kirschblüten - Hanami)

Alemania-Francia, 2008



Dirigida por Doris Dörrie, con Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Maximilian Brückner, Nadja Uhl, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Tadashi Endo, Sarah Camp, Floriane Daniel.



¿Cómo cumplir los sueños inconclusos de quien ya no los puede cumplir? ¿Cómo aprender a sobrevivir a las pérdidas? ¿Cómo seguir viviendo cuando a nuestro lado ya no está nuestra razón de vivir? Trudi carga con el saber de la enfermedad terminal de su esposo Rudi y quiere que ese último tiempo juntos sea el mejor. Le plantea un viaje. Preferiría Japón pero apenas alcanza a proponer Berlín –ellos que viven en un pueblo del interior alemán; él siempre tan inamovible y aferrado a las costumbres–, de visita a sus hijos. Pero no sólo la distancia los ha separado de ellos. No reconocen a sus hijos. Son extraños. Se van a una playa del Báltico. Y de repente un suceso inesperado deja a Rudi solo y desolado. El viaje a Oriente se impone naturalmente y Karl, el hijo menor –workaholic y con algunas cuestiones familiares pendientes– lo aloja y no sabe qué hacer con las extrañas actitudes de su padre.

Doris Dorrie (¿Soy linda?, Sabiduría garantizada) construye Las flores del cerezo en evidente homenaje al film de Yasujiro Ozu Cuentos de Tokio. La trama no solo tiene puntos en común sino, y sobre todo en su comienzo, diálogos y puestas en escena que enlazan ambos films. Luego se despega hasta desarrollar ese duelo y la manera de salir de él que en el film oriental es su the end. La búsqueda por desentrañar las relaciones paterno-filiales, cierto egoísmo generacional que parece naturalmente joven y las vidas en suspenso abocadas al otro por amor y sin reclamo son problemáticas que aúnan ambas películas.

“Pensamos que teníamos tiempo”, dice Rudi. Así se suele vivir. La inmensa mayoría de los humanos. Aplazando sueños, retrasando deseos, posponiendo proyectos, demorando aspiraciones, postergando ideales, difiriendo la vida. Y cuando la muerte nos enfrenta comprendemos el error. El tiempo es limitado, la eternidad es de los dioses y a veces ni siquiera. A los humanos no nos queda más que asumir la fugacidad. La caducidad de lo que creemos inmortal.

Cuando Rudi viaja a Japón el choque cultural es poderoso. Los espacios se achican, el idioma separa, las costumbres y ritos nos vuelven extraños. Sólo la danza (en este caso la práctica Butoh) lo acercará a Yu, una chica que tendrá algunas cosas para enseñarle. Motivo central para los personajes, la danza será tanto el sueño reprimido de la vida de Trudi cuanto la resolución a la pregunta de Rudi sobre dónde están los seres que fallecen, a la vez que la comunicación de la jovencita con su madre muerta.

Con una cámara que se detiene (a lo Ozu) en planos de paisajes, minúsculos animales (la mosca del poema materno), planos detalle de referencias externas y una narrativa clásica y que trata de evitar los golpes bajos –aunque recurra a cierto tono propio del melodrama–, la película elabora una apelación al sentimiento del espectador que supera ciertos baches y emociona con recursos genuinos. La materialidad de los organismos se impone y, aunque la levedad de la danza sea la respuesta y entre las sombras se baile para (re)encontrarse, el rito ceremonial funerario último recupera el peso de los cuerpos así como las manos unidas forjan continuidad y colisión.

En ese choque Oriente-Occidente es donde se va a dar la conjunción de sentimientos primeros que en uno acabaron haciéndose callo y presupuesto. Rudi experimentará finalmente el cese de la angustia, la desazón y la culpa en la comprensión de una manera de ver el mundo totalmente diferente: donde el ascetismo y la continuidad (vida-muerte) son primordiales. En el asumir la belleza frágil y efímera de la que las flores del cerezo son metáfora y símbolo. Un blancor inmaculado de unos pétalos que se confunden con la nieve eterna del monte sagrado Fuji será el escenario que la naturaleza le regale para calmar su ansiedad. Y entonces uno descubre que no es portando las cosas que le pertenecieron a nuestros seres queridos ya definitivamente ausentes como vuelven a nosotros, que no es cumpliendo sueños ajenos, sino llevándolos dentro hasta el fin de nuestros días. Que por suerte tendrán fin. Y reencuentro.

Javier Luzi      

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