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GOOD BYE LENIN!

Alemania, 2003


Dirigida por Wolfgang Becker, con Daniel Brühl, Katrin Sass, María Simon, Chulpan Khamatova, Alexander Beyer, Michael Gwisdek.



Avalada por una cantidad considerable de premios, una crítica ensalzadora y una respuesta de público apabullante, llega a nuestras pantallas –un año después de su presentación en la Berlinale– Good Bye Lenin!. Una tragicomedia con demasiados trazos gruesos que interesa en su primera hora y se desbarranca en el tedio, la complacencia y el melodrama mal entendido en su etapa final.

“¿De qué estaban hablando?”, pregunta Alex Kerner (Daniel Brühl), el joven protagonista del film, a su novia Lara, a su vez enfermera de la madre de él. Y ella responde: “¿Tiene importancia?”. Nosotros, espectadores, conocemos el contenido de esa conversación. Pero la forma en que el director alemán Wolfgang Becker filmó esa escena nos confirma algo que a esa altura del relato era tan evidente como el mismísimo muro de Berlín: que para él nada de eso tiene la más mínima relevancia. Y eso es la Historia.

Los Kerner viven en la República Democrática Alemana. El padre se ha ido. La madre encerrada en su dolor se niega a hablar. Dos meses después se rearma y se hace cargo de la casa y de la política, convirtiéndose, en el transcurso de diez años, en una figura destacada dentro del Partido. Un día ve cómo su hijo Alex, participante de una manifestación contraria al gobierno convocada el día anterior a la caída del muro, es reprimido ferozmente. Sufre un infarto y queda en coma. Ocho meses más tarde, y merced a los cuidados y la persistencia de su hijo (la hija no comparte ni la esperanza ni las maneras de su hermano… pero no tiene propias), se recupera. Y Alex hará lo imposible por evitar que su madre sufra una nueva recaída al enterarse de todos los cambios operados en el país que ella ayudó a sostener.

Sabemos bien que lo público y lo privado son esferas que aunque independientes se rozan, se tocan, se imbrican. De esa intersección es que resulta una vida. Si algo se desbalancea, la ficción conveniente se impone. En Good Bye Lenin! pasa algo de esto. La Historia funciona sólo como telón de fondo, y hasta tal punto que hubiera dado exactamente lo mismo que en lugar de Berlín en el ‘89 hubiera sido Estambul en el ‘34 (algo igual padece el Bertolucci de Los soñadores). En todo caso, incluir los eventos que acompañaron la caída del muro tiñe al film de una pátina “progresista y convocante" que simplemente evidencia su oportunismo marketinero. La película avanza al compás de los lugares más comunes del ideario bienpensante actual, de los estereotipos más esperables. Cuando la simplificación es tan burda que parangona al Occidente capitalista con una gaseosa y al sistema socialista con una marca de pepinillos, la superficialidad raya lo peligroso. Hay más, mucho más detrás del mercado y las marcas. Está la vida y sobre todo están los muertos sobre los que se edificó el presente. Recuperar el pasado no puede ser sólo volver a vestir una ropa, a usar determinados muebles, a comer determinados productos, a cantar determinadas canciones. No podemos sostener, como lo hace la película, que el “buen fin” justifica cualquier medio y que para alcanzar una vida vivible debamos mentir, engañar, coimear, comprar, presionar, chantajear (todas acciones que Alex lleva a cabo amparado en la excusa del amor filial).

Sin progenitores, el mundo juvenil se hace cargo de la vida: Alex pasa de reparar televisores a vender televisión por cable (en equipos interalemanes), su hermana abandona el estudio por una carrera laboral en una cadena de comidas rápidas y se pone en pareja con “el enemigo”. La unificación de las Alemanias es avasallamiento de una por la otra. No hay resistencia sino adaptación o bronca por no poder acceder (la escena del banco y el cambio de moneda).

Puede que sea cierto que el país de la madre de Alex no haya existido nunca, como oímos de esa voz en off del protagonista, conduciéndonos, encadenando y construyendo un relato en un doble nivel de engaño (el evidente al interior del film y el implícito, más sutil, que nos envuelve a nosotros), pero cómo saberlo si nos dejan afuera de ese país, al que no conocemos más que en el trazo grueso evocado parcial e interesadamente tantas veces. Sabemos que tenemos que conmovernos con ella viendo el busto gigante de Lenin sobrevolar los cielos, pero ¿quién era Lenin? Con semejante ahistorización resulta imposible entender los porqué (y para qué) de las luchas. Somos empujados como el dinero de esta familia por un viento del Oeste y apenas nos unifica el fútbol que nos reúne cada cuatro años y la falsa nueva costumbre de las góndolas repletas de importados.

Goodbye Lenin! expone un mundo de simulacros del que pasa a formar parte desde el mismo momento en que propone doblar la apuesta: apropiarse de la invención de la realidad bajo el amparo de las buenas intenciones. Pero ese cambio de valor no oculta su ontología antigua y conservadora ni la ideología de un director que elige, para expurgar lo incorrecto del accionar juvenil (apenas en la superficie, heroico y amoroso), cargar la culpa del secreto familiar en las espaldas de los pater familiae. La resolución de todos los conflictos (reencuentros que esperaron años, verdades reveladas, cruces, amores, dolores) de una manera tan expeditiva y sencilla es insostenible, sobre todo considerando su importancia en el marco de un relato como este. Y ahí es donde el verosímil hace agua, donde se nota la costura del guión, las trampas del director. La cuestión no es que desde el cielo las cosas se vean chiquitas. Eso es una obviedad. Lo patético es verlas pequeñas teniéndolas a la par nuestra, en la misma tierra.

Javier Luzi      


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