Las dos
primeras entregas cinematográficas de Harry Potter, La piedra filosofal
y La cámara secreta, no habían aportado demasiado a este arte. Eran
meras piezas de explotación de un fenómeno literario a escala global, y poco
más. Las premisas eran adecuadas para realizar grandes películas de
aventuras, pero el gran problema era, sobre todo, el director. Chris
Columbus (Mi pobre angelito, Quédate conmigo, El hombre
bicentenario) carecía de la imaginación necesaria para darle el
suficiente vuelo a unos films que, en consecuencia, sólo ofrecieron algunas
escenas humorísticas pasables, ciertas secuencias de acción de alto impacto
y unas pocas actuaciones –Alan Rickman, por ejemplo, en el papel de Snape–
por encima de la media. Pero más que nada, eran productos a los que les
costaba escapar de un carácter calculado, robotrónico.
Pero con la dirección del mexicano
Alfonso Cuarón en la tercera entrega, El prisionero de Azkabán, la
saga tuvo un importante –y saludable– cambio de rumbo. El director de Y
tu mamá también, La princesita y Grandes esperanzas se tomó las
cosas bien en serio. Actuaciones mucho más espontáneas, tensiones varias
entre los diversos personajes, una fluidez en el montaje llamativa y
muchísimo más fantasía a la hora de describir el tiempo y el espacio fueron
los rasgos sobresalientes.
La dirección de la cuarta parte,
adaptación quizá del mejor libro de los seis escritos hasta el momento
–serán siete en total–, fue asignada a Mike Newell, y esto inspiraba cierta
desconfianza. Sucede que el realizador inglés no había demostrado ser más
que un artesano con escasa sensibilidad infantil. Además, su última
película, La sonrisa de Mona Lisa, desperdiciaba a un formidable
seleccionado femenino –que incluía a Julia Roberts, Kirsten Dunst, Julia
Stiles, Maggie Gyllenhall y Marcia Gay Harden– en una historia repleta de
clisés.
Sin embargo, y por suerte, los peores
pronósticos quedan olvidados. Desde el principio, Newell siguió el camino
sugerido por Cuarón. Este último fue quien le aconsejó trasladar el cuarto
libro (más de 600 páginas) a una sóla película, en vez de dos, como era el
deseo original de los productores. Efectivamente, Harry Potter y el cáliz
de fuego es una continuación estilística y narrativa de El prisionero
de Azkabán, tan despegada como aquella de las dos primeras entregas.
Aquí se cuenta como Harry es forzado
por las circunstancias a participar en El Torneo de los Tres Magos, una
peligrosa competencia intercolegial. A medida que enfrenta tres pruebas, una
más riesgosa que la otra, Harry y sus amigos Ron y Hermione deberán lidiar
con otras cuestiones. Celos, envidia, amor, deseos implícitos se
entrecruzarán en forma permanente, consolidando al film como un relato
plenamente adolescente, donde ciertos sentimientos y percepciones son
todavía difíciles de explicar (y explicitarse) para los protagonistas.
El cáliz de fuego
constituye todo un tejido de tramas de iniciación y finalización, en todo
sentido. Es la introducción a la etapa adolescente pero también del fin de
la inocencia, con la llegada del Mal en persona, encarnado en la figura de
Lord Voldemort. Los chicos ya no son chicos y la Muerte como antagonista se
combina con el pulso por la Vida. Y cada noción se ritualiza: la Vida en un
baile donde todas las hormonas se juntan, a punto de estallar, y la Muerte,
como necesidad para la resucitación.
El cuarto capítulo cinematográfico de
la saga también se conecta con el tercero a través de diferentes aspectos
estéticos: desde el vestuario, que busca un claro look informal,
hasta el diseño de los escenarios, que procura escarbar más allá de lo
propuesto por el libro, pasando por la música de Patrick Doyle (habitual
colaborador de Cuarón), más impactante y menos ceremoniosa que la de John
Williams, responsable de la banda sonora en las tres películas anteriores.
El guión deja de lado lo superfluo, tomando en cuenta lo fundamental del
libro, brindándole al corpus fílmico una mayor apelación a la aventura.
¿Qué es entonces lo que se puede pedir
a las continuaciones por venir de Harry Potter? Mayor oscuridad, una
afirmación más rotunda de que la lucha en que se ven envueltos los
personajes principales es a muerte y de que cada elección tiene cruciales
consecuencias a futuro. El prisionero de Azkabán y El cáliz de
fuego han ayudado a establecer la conciencia de la responsabilidad que
implica transponer una obra literaria adorada por un público subestimado
como es el de los chicos. Falta consolidar y profundizar ese conocimiento,
pero también ejercer el deber de cuestionar a las novelas, y no sólo para
adaptarlas como corresponde sino –¿y por qué no?– para intentar mejorarlas
en el cine.
Rodrigo Seijas
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