Después de cinco años
volvieron las historias breves al cine argentino (política y devaluación
mediante, que atrasaron todo: la elección de estos diez cortos data del
2001). Y uno, como espectador atento a los directores argentinos que
prometedores en ediciones anteriores hoy ya son una realidad, se lanza al
cine a descubrir qué nuevos Martel o Burman o Hernández o Caetano o
Gugliotta, entre otros, están naciendo.
Si hay algo que
a primera vista resalta, y habrá que reconocerle al compilado de cortos que
conforman estas Historias breves IV, es la solidez que presentan los
aspectos técnicos. Ya no hay problemas de incomprensión derivados del eterno
mal del sonido que aquejó tanto, siempre, al cine nacional (es más, en ,
infierno grande –atención que el título empieza con la coma– hay una
búsqueda muy interesante que recuerda, de alguna manera, al trabajo con la
discursividad polifónica de Puig en la literatura), la música no es
intrusiva ni redundante sino que acompaña, y la fotografía, en muchos casos,
es el rubro que más se destaca.
Otro ítem a tener en cuenta es
abandono de los grandes nombres en los elencos, especie de padrinazgo y
amparo que las más de las veces termina siendo un lastre. La prueba está en
los pocos conocidos que aparecen: Lito Cruz, Celina Font, Alicia Aller, Roly
Serrano y Juan Manuel Tenuta (muy bien en su papel). Así, la inscripción de
estos noveles directores en la línea a la que nos está acostumbrando el
nuevo cine argentino se torna clara. Pero a la vez queda en evidencia la
dificultad que los aqueja por el lado de la (casi nula) dirección actoral.
Esto y los problemas narrativos de los guiones siguen siendo los puntos más
flojos de los trabajos, lo que no significa que no estemos frente a una
selección cuya media es la corrección, sin llegar nunca a desniveles que
provoquen vergüenza ajena.
Hay toda una
apuesta política por dar cuenta de un federalismo abarcativo por parte del
INCAA (y Bebe Kamin como coordinador de este proyecto). Más allá de las
procedencias de cada director/a, en muchos cortos hay un descubrimiento
del país del interior, de los espacios abiertos y los pueblos perdidos en el
medio de la nada, con sus paisajes, su gente, sus costumbres y sus tiempos,
que dejan en minoría a la urbanidad porteña, se encolumnan en una tradición
que comprende a Favio, Martel, Sorín, Lerman, Murga, y se constituyen en lo
más relevante del compilado.
Para destacar
parcialmente: algunas escenas, algún clima que no termina de cuajar del todo
en Avant Premier y su historia del doble y el sustituto; Epitafio
con su recuperación de la identidad de un muerto desconocido a través de sus
gustos personales por parte de un chico; lo ya enunciado sobre , infierno
grande donde, sin embargo, cierto esteticismo y una edición demasiado
modernosa terminan jugándole en contra a la tragedia. Y más en conjunto,
El señor de los pájaros y Más quel mundo. El primero, un
relato que transcurre en los esteros del Iberá, pombero incluido, donde
resuenan ecos de Horacio Quiroga, que enlaza infancia y mito, inocencia e
inconciencia, en un pasaje que va del temor que impone la ley paterna a la
inquietud por el otro, propia de la curiosidad infantil, para llegar a la
convivencia "civilizada"; y el segundo –el mejor de todos– que cuenta un
amor impedido, a la par que desarrolla la relación hombre/animal que supera
el sino trágico que el mundo le depara. Con un manejo de la tensión, de la
puesta en escena y de los actores (perro incluido, el conocido Betún de "Los
Simuladores") certero y justo, una escena de baile bellamente filmada, con
la dificultad que, sabemos, entraña su traslado a la pantalla grande
(Wainrot en 18-J es prueba de ello), un paisaje que hace a los
personajes, una fotografía exquisita y un relato que no necesita de las
palabras para decir en imagen-cine, podemos esperar bastante de Lautaro
Núñez de Arco, su director.
No resulta
azaroso que ciertas cuestiones epocales aparezcan, directa o
tangencialmente, centrales o secundarias, en muchos de los cortos. La
identidad, con sus derivados: el doble, el Otro y el origen (individual,
grupal, histórico: la animación artesanal de Columbus), y la
violencia, siempre mal entendida y preocupante por el tratamiento que se le
concede (armas en abundancia, maltrato físico y psicológico, explosión de lo
contenido por acción de la masa) en un marco de humor que o no se alcanza
(el tono farsesco de Happy Cool con su congelamiento de los seres
humanos en espera de conseguir un trabajo que su tiempo les niega) o destila
reaccionarismo (Paisanitos rubios y El paraíso viviente).
Párrafo aparte
merece Lo llevo en la sangre, al peor estilo televisivo Los Roldán
(lejísimos de lo que alguna crítica leyó, equivocadamente, novelesco allà
Migré). Grotesco, a puro grito, estereotipado, de humor grueso y previsible,
efectista y de identificación facilona, la historia de un joven, que
para ser futbolista de Chacarita debe pasar el trámite de un análisis de
sangre que lo acredite hincha de ese equipo, y de su padre, que por el mismo
análisis descubre su filiación (la diferencia, la pertenencia a la otredad
se transmite por línea materna) con el eterno rival (Atlanta), biologiza
peligrosamente enlazando con una impunidad que azora: machismo, homofobia,
misoginia, violencia, irracionalidad, masificación, fanatismo. Todo
finalmente licuado en la falsa premisa que cierra el corto que sostiene el
triunfo de los lazos parentales sin permitirse el cuestionamiento de las
heridas abiertas que estos mismos provocaron con una naturalización que
atemoriza y da que pensar. Como si determinadas situaciones permitieran
avalar o justificaran cualquier acto.
Javier Luzi
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