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EL LABERINTO DEL FAUNO

México-España-Estados Unidos, 2006



Dirigida por Guillermo del Toro, con Ariadna Gil, Ivana Vaquero, Sergi López, Maribel Verdú, Doug Jones, Alex Angulo.



Los objetos que aparecen en el plano, la estructura del relato, los movimientos de cámara, la administración del tiempo y los raccords de El laberinto del fauno remiten una y otra vez a la figura del círculo, proclive a la repetición, las analogías, los reflejos, el horror, la somnolencia, la desesperación y una forma particular del aburrimiento. Aquella a la que se refiere el cineasta chileno Raúl Ruiz cuando menciona esa palabra: “Lo audiovisual busca monopolizar la atención en una suerte de frenesí de eventos organizados por la intriga. El cine, al contrario, posee la capacidad de suspender nuestra atención. Como la hipnosis. El término ‘aburrimiento’ es sin duda ambiguo. Describe un estado muy cercano al sueño, donde el espíritu trabaja inconscientemente.”

La última, preciosa, paciente y aburrida (en el sentido que le otorga Ruíz al término) película de Guillermo del Toro se ofrece a la contemplación por una vía extraña: la de la acumulación de conflictos que acaban disolviéndose y disolviendo la férrea noción de conflicto central típica del cine narrativo convencional (de hecho, el primer plano ya nos sugiere la resolución final de la historia en tanto enigma dramático, y el último nos deposita en un lugar apenas ligeramente distinto de aquel del que partiéramos), para dejarnos en el cuerpo la misma simultánea sensación que dejan los sueños incumplidos: la felicidad de intuir que las dimensiones de la realidad son infinitas e inabarcables, vislumbradas únicamente durante la precariedad de nuestras más complejas ficciones (oníricas o artísticas), y el horror de suponer que pueden ser igualmente siniestras.

En L’Origine Du XXIème Siècle, Godard mezcla imágenes ficticias y reales de la degradación, el dolor y la muerte. La película dura sólo 13 minutos, no es para nada discursiva pese a los textos de Bergson y Vacquin que aparecen y desaparecen según baja y sube la banda de sonido, y más hermosa cuanto más ambigua resulta la exposición aparentemente indiscriminada de las imágenes que la constituyen (que van del registro de cadáveres varios al de un hombre orinando en la boca de una mujer). Menos que una crítica simplista de la contaminación visual, la alternancia de secuencias cinematográficas de ficción que van del porno al cine bélico y registros documentales crudos me hizo recordar aquello que decía Borges sobre la historia: “con el tiempo nadie será capaz de distinguir entre Hamlet y Alejandro Magno”. Vale decir que la versión de Shakespeare puede ser tanto o más verdadera que la de los historiadores, seguramente más bella y del todo humana, es decir corruptible.

Como en L’Origine..., en El laberinto del fauno también hay dos dimensiones: la histórica (España, 1944, un capitán franquista en lucha contra los combatientes republicanos que resisten desde la espesura de un bosque) y la mítica (el reino subterráneo del que escapa la princesa Moana y al que se accede por un pozo situado en el centro del laberinto del título, el fauno, las hadas y un monstruo con ojos en las palmas de las manos que sólo traban contacto con Ofelia, una niña de 11 o 12 años cuya madre acaba de casarse con el mencionado capitán fascista luego de la muerte de su verdadero padre), pero hay, sobre todo, una belleza que no es ajena a la degradación y la crueldad o, para expresarlo mejor, la presencia de la brutalidad física con un relieve tal que nos hace sentir que la realidad está allí donde el dolor está, que real es aquello que se inscribe en el cuerpo, y que sólo somos reales en tanto cuerpos marcados, atravesados por el dolor físico y liberados de los fantasmas de la mente por la vía del sufrimiento.

Este sustrato sadomasoquista estilizado de El laberinto del fauno, como la veloz alternancia de imágenes atroces en Origine..., constata la enfermedad del mundo a la vez que participa de ella. Está claro que en ambas se rechaza la soberanía del mal, pero no lo miran como a un cuerpo extraño preparado para la disección higiénica, sino como a un tumor latente que lucha por apoderarse del organismo fílmico que habita. Ese tumor, ese mal del mundo expuesto con particular intensidad por algunos individuos y durante determinados períodos históricos pero latente en todos, es el verdadero centro del laberinto en que se constituye la película de Guillermo del Toro. Un laberinto del que no se sale por arriba sino, a lo sumo, por abajo: hundiéndose cada vez más en la oscuridad subterránea de la conducta compulsiva o elaborando ficciones no exentas de fatalidad y fascinación por lo siniestro (si es que realmente se sale).

El laberinto del fauno va y viene con elegante continuidad de la representación histórica de la realidad a la mítica, pero no para oponerlas sino para hacer del pasaje su verdadero centro. El personaje que le sirve de embajador entre uno y otro mundo es el de Ofelia, oscilando entre un par de figuras femeninas (la crepuscular, agonizante y enferma de una madre a punto de parir, despreciada por su nuevo marido que la ve sólo como el medio para tener descendencia, y la vital de un ama de llaves infiltrada en el campamento militar que le pasa información al grupo de republicanos que resiste en el bosque) y tres figuras masculinas perturbadoras: la del padre muerto, la del padrastro sádico y la extremadamente ambigua del fauno.

Pero lo más ambiguo y perturbador de todo, sin embargo, es la densidad dramática del villano, potenciado por la presencia de Sergi López en el papel del Capitán Vidal, cuya dimensión de maldad es a la vez humana y demoníaca. Ofelia y el ama de llaves (Maribel Verdú), con sus desobediencias y su valor inversamente proporcionales a las fuerzas físicas, son el faro ético de la película, pero la cámara gira alrededor de la representación masculina del mal y de las maneras en que el poder inscribe su arbitraria voluntad sobre el cuerpo de los otros, y lo hace como imantada o hechizada por ese despliegue marcial erótico de los oficiales, por ese alarde de inútil coraje y brutalidad sin sentido pero enfundada en impecablemente planchados uniformes.

Del Toro lleva a cabo una operación similar a la puesta en práctica por Adrián Caetano en Crónica de una fuga. Se vale de los códigos de representación del cine de género para construir unos villanos visualmente atractivos, no exentos de gestos admirables en un sentido abstracto y altamente complejos, lo que impide la veloz descalificación por parte del espectador e instaura un conflicto entre la seducción que emana de ellos y el sentido de sus conductas. De este modo, la discusión política del film no se sitúa sólo en un plano ideológico sino también en uno moral, hasta mítico, que subyace a toda contingencia geopolítica y nos afecta en tanto actores de una trama social que se teje con las decisiones cotidianas que nos obligan a decidir entre principios de convivencia racionales e impulsos que tienden a la disolución de ese tejido comunitario y de nosotros mismos.

Esta lucha contra nosotros mismos es la misma de Jekyll y Hyde o de los ya clásicos protagonistas del cine de Guillermo del Toro (Hellboy mitad hombre y mitad demonio; Blade mitad hombre y mitad vampiro; o el Casares de Luppi en El espinazo del diablo: impotente y enamorado a la vez), que aquí encarna de nuevo en la conciencia y el cuerpo atormentados del Capital Vidal. Es cierto que Vidal es el más monstruoso de todos los que componen esta galería, pero también es cierto que mucho de humano hay en él cuando se mira al espejo y le hace un tajo a la garganta de su propia imagen reflejada, o cuando se nos revela hasta qué punto carga sobre sí con la herencia de una figura paterna apenas sugerida pero cuya influencia Del Toro logra que se instale cada vez que Vidal mira su reloj, así como también es cierto que cuando se tirotea en el bosque con sus enemigos manifiesta una temeridad que parece estar buscando a gritos a la muerte como si esta fuera una especie de liberación.

Lo que todos esos apuntes logran es que la identidad de ese personaje sea tan oscura y fascinante como la de esta película. Una imagen se repite varias veces en El laberinto del fauno: tanto el Capital Vidal como los republicanos disparan a los rostros de sus enemigos. Esta pasión por atacar los rasgos físicos más claramente identificables del otro llega al paroxismo en la secuencia en que Vidal desfigura a un cazador de liebres con la mitad de una botella rota. Pasan los días y sigo sin poder olvidarla, como si allí se cifrara el secreto de esta película. Como si en su estilizada reconstrucción de la barbarie hubiera una verdad incómoda pero objetiva, latente y concreta como los cuerpos a los que se prende nuestro deseo como lo hacía la sanguijuela voraz de Cronos.

Marcos Vieytes      

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