Semanas atrás Kenneth Turan, célebre crítico del “Los Angeles Times”, se
lamentaba porque una película como Secreto en la montaña
–transgresora, audaz y necesaria a su entender– no había ganado el
Oscar. Lo que pienso sobre la película de Ang Lee no viene al caso, pero sí
es pertinente detenernos en el tercer adjetivo usado por este señor para
definirla, porque bien pudiera usarlo cualquier otro crítico para referirse
a Nordeste, la opera prima de Juan Solanas. Una película necesaria,
me atrevo a improvisar una definición, viene a ser una película cuyo tema es
tan importante que todo, incluyendo al cine mismo (su lenguaje, su historia,
su especificidad), queda supeditado a la clara exposición de una
problemática social. En la película de Lee dicho tema sería el de la
homosexualidad reprimida en el contexto machista rural del sur
estadounidense cuarenta años atrás, y en la de Solanas es el tráfico de
bebés propiciado por las paupérrimas condiciones económicas en que vive la
mayoría de los argentinos. De hecho, la ficción de esta última se concentra
en el viaje de Hélene (Carole Bouquet) al punto cardinal del título para
hacerse de un niño que no pudo adoptar legalmente en Buenos Aires.
El
problema con esta película, debo confesarlo, es mi problema con este tipo
de películas, pues si bien hay películas que resultan ser para cada uno de
nosotros tan necesarias como el agua y el aire, creo que el cine que se
piensa de antemano con tanta seriedad como para creerse imprescindible peca
de omnipotente y no acaba por añadirle nada verdaderamente importante a
nadie. Si antes de ver esta película alguien no tenía conciencia del
problema en cuestión tampoco va a tenerla después de hacerlo, aunque quizá
se sienta un poco más tranquilo por mortificarse un par de horas con lo que
le pasa a los pobres negritos del interior de nuestro país. Pero la
información que aporta es irrelevante, y la puesta en escena es tan poco
rigurosa que no permite una reflexión mínimamente productiva sobre el asunto
que trata o sobre cómo lo hace, ni empatía con los personajes. Esto último
sucede pese a la cámara en mano usada para acentuar la impresión de realidad
y, fundamentalmente, porque el punto de vista fluctúa entre dos o tres
personajes sin solución de continuidad ni consistencia que permita sentirlos
como verdaderos. Si el cine-denuncia no es una entidad tan descabellada como
la equitación protestante (Borges dixit) y pudiéramos pensar a
Nordeste dentro de dicha categoría, hay que aclarar que la denuncia de
esta película no cambia nada y que el concepto de cine que trasunta es,
cuando menos, rudimentario.
Antes de
entrar a verla me pasé varias horas pensando en su título. La idea de
ubicación geográfica que presupone me llevó a preguntarme sobre la ubicación
ética que tendrían las imágenes, habida cuenta del tema escogido. Es preciso
aclarar que Juan Solanas elude la abyección y no se regodea con el dolor, a
pesar de que abundan la miseria y los miserables a lo largo de todo el
metraje. Sin embargo, comete reiteradamente un error fatal. En más de una
ocasión sus personajes quedan reducidos a meros transmisores de un mensaje
que pudo haber quedado bien escrito en el guión, pero suena a verso
en boca de un par de actores no profesionales que han sido despojados de su
condición de criaturas dramáticas, autónomas, para apenas justificar su
existencia en la ficción como excusa para la denuncia. Al fin y al cabo,
únicamente por eso están Juana y Martín en la película. Para que los
espectadores –especialmente los extranjeros– puedan apreciar las carencias,
la buena voluntad y la ignorancia de una madre del tercer mundo y los
peligros –deserción escolar, droga, delincuencia y muerte violenta– que
acechan a un púber. Fuera de la función didáctica que cumplen, ambos no
tienen otra cosa que hacer en la película. O sí, pero a Solanas no le ha
importado o no supo cómo canalizarlo. Que es lo que suele pasar con los
autores de películas necesarias: lo que tienen para decir es tan importante
que no reparan en cómo lo dicen. Y lo que debe preocuparle al (séptimo) arte
es justamente el cómo, no el qué, se dice (Macedonio Fernández
dixit), pues ya sabemos que la forma hace al fondo tanto como las
intenciones al acto, o todavía más.
A propósito: hay algo bastante perturbador en
la película y tiene que ver con la configuración del personaje de Hélene
cuando lo comparamos con los otros que andan a su alrededor. En principio,
el suyo nunca es utilizado por el guión como simple portador de un mensaje,
lo que indicaría que Solanas lo respeta mucho más que a los de Juana y
Martín o, al menos, que está mucho más familiarizado con él que con los
otros dos. Además, la condescendencia constante hacia Hélene acaba siendo
casi vergonzosa desde la secuencia con la madre superiora (instancia no sólo
formalmente floja sino también falsa) hasta el final de la película (pasando
por aquella en la que Hélene le recomienda a Juana el uso de
anticonceptivos, o su redención superficial después de la gratuita
entrevista religiosa), todo lo cual no hace más que revelar una cosmovisión
apenas paternalista –heredera de una mal entendida piedad cristiana– que en
el fondo descree del otro como sujeto libre y responsable de sus acciones.
Con todo, hay signos manifiestos (la secuencia sexual entre Alberto y Juana,
el registro cromático del paisaje rural) de que estamos en presencia de un
estilista poderosamente expresivo. Ojalá se imponga al predicador que lleva
dentro.
Marcos Vieytes
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