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LOS PASOS PERDIDOS

Argentina-España, 2001


Dirigida por Manane Rodríguez, con Luis Brandoni, Federico Luppi, Concha Velasco, Irene Visedo, Juan Querol, Jesús Blanco.



Los pasos perdidos engrosa esa lista de películas que tienen que verse, no por logros cinematográficos sino por valores temáticos. Es como un deber de ciudadano ver Botín de guerra, Garage Olimpo o Recursos humanos. Claro está que a un país amnésico como la Argentina no le vienen nada mal las películas que exploran los temas de la dictadura militar y el secuestro de hijos de desaparecidos. Hasta se podría decir que estos films reemplazan en parte la indiferencia estatal respecto del tema y ayudan de algún modo a la difusión y subsistencia –mediante el apoyo popular– de los interesados en sacar a la luz los momentos más negros de nuestra historia, como las Abuelas de Plaza de Mayo y la agrupación HIJOS. El problema que surge con Los pasos perdidos es cómo analizar su rigor fílmico sin jugar en contra de la proliferación de este tipo de producciones. Tal vez esta exposición del conflicto en el prólogo sirva como reparación.

Esta coproducción argentino-española relata la recuperación de la identidad de Mónica, una hija de desaparecidos que desconoce su historia (y la historia nacional) y se ve forzada a enfrentarse con la realidad ante la presión de su verdadero abuelo, que inicia su búsqueda. Mónica está en etapa de independizarse, se nota en ella la convivencia del amor por quienes cree son sus padres con la asfixia que le produce la sobreprotección que recibe de ellos. Pero cuando comienza a sentirse acosada por Bruno Lenardi (su abuelo sanguíneo) y otros parientes lejanos, no duda en oponer toda la resistencia posible a la revelación de su identidad, por supuesto influida por su actual familia, que niega todo.

La directora uruguaya (exiliada en España) Manane Rodríguez describe la negación de la verdad cada vez más inocultable mediante pequeños detalles: recuerdos confusos, coartadas que no cierran, extrañas pesadillas y conductas sospechosas. Mónica no puede entender por qué su padre no quiere "darles el gusto" de la prueba de ADN, pero lo consiente. Y a medida que se va enterando de los hechos, ella misma los oculta. Lucha contra su pasado.

La actriz Irene Visedo se destaca por sobre un reconocido elenco por expresar perfectamente esa contradicción, ese escape de sus propios miedos y verdades que tanto la lastiman.

Durante casi todo el film, el guión describe el caso sin fisuras, siempre desde el punto de vista de Mónica, al punto que Luis Brandoni y Concha Velasco actúan como "buenos padres" durante gran parte de la historia. Pero el relato es previsible y la falta de carga emocional a un tema como este inclina rápidamente la balanza. Pese a los esfuerzos de Luppi (como Lenardi) y Visedo, el film no logra conmover. Y es al final cuando se descubre el porqué. Si bien la directora evita el sentimentalismo hollywoodense, evidencia cierto pudor que le impide tratar el tema con mayor profundidad. Ya promediando el film, otra chica hija de desaparecidos describe su convivencia con los secuestradores como "un cariño que no era cálido". Pero los falsos padres de Mónica (su verdadero nombre es Diana) demuestran lo contrario en el trato cotidiano.

Y a la hora de la confrontación de Diana con ellos... el film hace una elipsis. Se priva así de uno de los conflictos emocionales más interesantes y más difíciles de resolver (¿por pudor?, ¿por incapacidad?). ¿Cómo enfrentará Diana a los secuestradores? ¿Qué le dirán ellos? ¿Puede Diana seguir queriendo al asesino y torturador de su verdadera familia? ¿Puede odiarlo? ¿Qué siente? No se sabe. No se muestra. El desenlace deja la sensación de una mirada corta, chata, que no se anima a adentrarse en las contradicciones humanas que aterradores casos como este presentan. En definitiva, el mismo miedo y rechazo que tiene Mónica de transformarse en Diana, lo tiene el film. No puede aceptar algunas cuestiones y opta por eludirlas. Pero Mónica madura, la película no.

Ramiro Villani     


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