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LOS RIOS DE COLOR PURPURA
(Les Rivieres Pourpres)

Francia, 2000


Dirigida por Mathieu Kassovitz, con Jean Reno, Vincent Cassel, Nadia Farès, Dominique Sanda, Karim Belkhadra.



Este policial francés generó muchas expectativas, habida cuenta de que su director es nada menos que Mathieu Kassovitz, cuyo prometedor segundo largometraje, El odio (La Haine, 1995), impactó muy bien hace algún tiempo, al estrenarse en Buenos Aires. También suscitó temores, o prejuicios, porque se sabía que Los ríos de color púrpura venía distribuida por una major estadounidense (Columbia), que había costado muchos millones –no ya de francos sino de dólares– y se temía que la personalidad y el talento de un director independiente volvieran a quedar pulverizados bajo el peso de los esquemas que este tipo de superproducciones casi siempre conllevan.

Sucedió algo muy parecido a eso, pero no desde el principio. Todo empieza vigorosamente, con un sugestivo –y bienvenidamente morboso– paneo por un cadaver que fue objeto de espantosas torturas y mutilaciones. La música, que está muy bien compuesta, y la cámara, que depara vistosos travellings aéreos y otros lujos, complementan el brioso arranque, instalándonos en un pueblito de provincias en el que todo gira en torno de la universidad local. Que es la más prestigiosa de Francia y (quizá por eso) cobija a toda clase de malos bichos: alumnos carreristas, graduados resentidos, docentes hipócritas. Allí apareció el cadáver y allí, también, se concentra la pesquisa. Que a falta de uno, tiene a dos sabuesos como animadores. Por un lado un comisario que es una leyenda y al que interpreta el famoso Jean Reno (El perfecto asesino), cuyo carisma y simpatía fueron por lo menos desaprovechados: sus diálogos y gestos remiten a las fórmulas más gastadas de los superpolicías hollywoodenses. Por el otro, un teniente joven, algo mejor elaborado por Vincent Cassel. Las labores de ambos policías confluyen al promediar el metraje, lo que da pie al no menos transitado esquema de las buddy movies, en las que dos sujetos que no se miran con simpatía se ven forzados a congeniar en pos de un objetivo común.

Las aguas de Los ríos de color púrpura comienzan a enturbiarse cuando aparece un segundo cadáver, en el que Reno, con una velocidad rayana en el absurdo, lee complejas pistas plantadas deliberadamente por el asesino. Su conclusión es terminante: "este quiere que lo atrape". Estas pistas conducen a otras, cada vez más rebuscadas, con lo que el periplo del thriller se aproxima a una versión de La Búsqueda del Tesoro, un juego que no está tan mal, aunque poco entona con los policiales que se precian.

Llega un punto en que a Kassovitz la película se le va de las manos. Entonces le da la espalda a las tradiciones del policial y a las leyes más nobles del cine, y se entrega a otro juego, bastante más inoportuno que el anterior: el de acumular infernales dosis de información verbal en pocos minutos. La información, encima, es completamente ingenua, endeble, inverosímil. En su último tramo el film se desbarranca por completo. No sólo resulta imposible seguirlo... ya ni siquiera vale la pena.

Guillermo Ravaschino     

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