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EL SABOR DE LA CEREZA
(Ta'm E Guilass)

Irán, 1997


Dirigida por
Abbas Kiarostami, con Homayon Ershadi, Abdolrahman Bagheri, Afshin Khorshid, Mir Hossein Noori.



"Filmar con nada" siempre tuvo visos de desafío sublime. Porque cuando no hay recursos de producción es imposible simular el cine. El cine tiene que palpitar allí, en la cabeza, para existir después como idea producida. Godard filmó casi siempre así. Por eso decía que un hombre, una mujer, un auto son lo único que se precisa para hacer cine. Es una bella forma de decir que, más allá de la cámara y la película virgen, no hay un solo artículo –o dinero para comprarlo– que sea imprescindible para el arte de las imágenes en movimiento.

El sabor de la cereza tiene un hombre, Badii, y un auto. Acompañados durante largo rato por un solo dato argumental: ese hombre busca a otro hombre, no importa cuál, que acepte enterrarlo al día siguiente, cuando se haya suicidado. Por un buen rato también, el veterano realizador iraní Abbas Kiarostami sostiene esta premisa mínima gracias a un exquisito manejo de los espacios y los tiempos. Kiarostami elude las elipsis, con lo que cada minuto de la triste recorrida tiende a pesar tanto para la platea como para el atribulado protagonista. La precisa angulación de cámara, que nos permite verlo desde el lugar adonde iría sentado su acompañante, nos involucra definitivamente en la situación. Poco después, los distintos candidatos a ejecutar el "trabajo" –desconocidos que aborda Badii en su ruta– ocuparán uno tras otro esa butaca. La ausencia de novedades dramáticas, en este lapso, sirve para densificar el asunto: cada espectador, con su exclusivo bagaje de conflictos, es convidado a dejarse llevar por los arrabales de Teherán. La progresión emotiva (y simbólica, en el sentido del viaje interior) está acentuada por la traslación del centro a las afueras de la urbe. Las imágenes y los sonidos, en este tramo del relato, son tratados por el director como materia prima en alto grado de pureza. A las primeras les concede todo el tiempo del mundo. A los segundos, todos los matices: una avalancha de canto rodado en una demolición nunca fue tan palpable, tan cercana, como la de El sabor de la cereza. Hasta aquí, Kiarostami ofrece un soberbio espectáculo de contemplación para los sentidos.

Al intelecto, en tanto, se lo invita a un trabajo sereno. Porque es obvio que el film esquiva la más mínima exposición de las razones que hicieron que Badii decidiera suicidarse. Con lo que el público, inevitablemente, comenzará a imaginarlas por su lado. Y cuando queda en claro que nunca se sabrán los motivos, las especulaciones son reemplazadas por la intriga intelectual: lo evidente, de ahora en más, es que el film no expondrá las razones para aislar esa decisión. Para preguntar, y preguntarse, si se puede justificar el suicidio independientemente de las circunstancias que lo susciten. De algún modo Kiarostami está anticipando que, para él, el suicidio no puede justificarse jamás. El problema es el modo mediante el cual arriba a dicha conclusión.

Hay una serie de exigencias universales poco menos que imposibles de gambetear para los que dicen lo suyo con la cámara: siempre se "espera" una progresión dramática, conflictos, desarrollo, pico emotivo y resolución. A todas esas exigencias, Kiarostami primero parece hacerles pito catalán. Pero más tarde se nota que, en realidad, estaba coqueteando con ellas. O más crudamente: las estaba histeriqueando. En efecto: cada uno de los candidatos a enterrador termina siendo un peldaño en la escalera ascendente que lleva al protagonista –y al film– hacia su verdad. El primero, un soldado, es tan tímido que apenas alcanza a balbucear una respuesta negativa, tras la que pueden intuirse toscos dogmas morales. El segundo, un religioso, se escuda en su fe. Quitar la vida, dice, es exclusiva facultad divina. Pero luce inmensamente más esclarecido que el soldado, y ya empieza a hablar desde la filosofía.

El tercero es un taxidermista, Baghi. Cuando éste empieza a dialogar con Badii sus palabras raspan, a tal punto que el primer impulso induce a desconfiar de los subtítulos. Pero no. La posición de Baghi –expresada en largos, floridos párrafos que el suicida nunca atina a refutar– parece levantada en crudo de los bocadillos que pronunciaba Mario Sánchez en cierta etapa de "Polémica en el bar". Podría sintetizarse así: no importa el origen de los devaneos (en el caso de Badii: de la angustia o la desesperación); el que abra los ojos acabará embriagado por la hermosura de la vida, con los campos, las flores, los pajaritos de colores... La constatación de Baghi, como la de Sánchez, carece de métodos y fundamentos o, en el mejor de los casos, los oculta bajo esa expansiva y sentenciosa "celebración existencial". El sentimentalismo del taxidermista ya no aísla –para mejor examinar– la decisión de Badii, sino que la niega sin vuelta de hoja. Surge la incómoda sensación de que Kiarostami dejó de interrogarse (probablemente porque no pudo responderse) y empezó a tapar el tema que escogió. Antes ya del desenlace, que quiere ser abierto, la influencia de Baghi tuvo tiempo de operar sobre el protagonista del único modo posible: ¡por ósmosis! Contagiando de "salud mental" al hombre que quería morir y ahora luce conmovido. En el epílogo Kiarostami decidió mostrarse él mismo dando instrucciones a sus asistentes sobre los escenarios de la ficción, acaso para subrayar el hecho de que tiene decidido, como director, acotar sus facultades a las formas fílmicas sin invadir el "libre albedrío" de los personajes. Acaso para subrayar su presencia en un momento en que, paradójicamente, su condición de auteur está debilitada.

Guillermo Ravaschino    

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