HOMEPAGE
ESTRENOS
VIDEOS
ARCHIVO
MOVIOLA
FORO
CARTELERA
PRENSA
ACERCA...
LINKS















SED DE MAL
(Touch Of Evil)

Estados Unidos, 1958


Dirigida
y protagonizada por Orson Welles, con Charlton Heston, Janet Leigh, Akim Tamiroff, Marlene Dietrich, Zsa Zsa Gabor.



No nos convoca Sed de mal a secas sino la versión restaurada, y más que restaurada re-montada, del clásico de Orson Welles de 1958. La que conocíamos antes de hoy
noviembre de 2000– en la Argentina era la versión "de estudio", la que los ejecutivos de la Universal, por encima de las intenciones del realizador, habían editado y lanzado al mercado. Esta vendría a ser la versión "de autor", y sigue los lineamientos que el propio Welles, antes de morir (¡es obvio!), consignó en un memorándum de 60 páginas. Lo que implica algunos minutos más, el cambio en la disposición de los títulos, la remezcla de ciertos tramos de la banda de sonido. No obstante, y a contrapelo de lo que se ha dicho y seguirá diciéndose, esencialmente sigue siendo la misma película.

Sed de mal empieza con el celebérrimo plano-secuencia (larga toma sin cortes) sobre un paso fronterizo entre México y los United States. Es de noche y este plano, con la cámara en grúa/s, no deja de ser espectacular. Los cabarets, unas pocas tiendas, las calles semivacías y sin embargo "activas", todas esas fachadas de divertimento al paso, de transición, se alternan sobre la pantalla hasta que el estupendo convertible de Mr. Linnekar –poderoso empresario de la región– estalla y se prende fuego a poco de trasponer el límite entre ambos países.

Pero lo espectacular en Sed de mal –¡al contrario que en El ciudadano!– es un arma de doble filo. Ya en el mencionado plano-secuencia, el soberbio trabajo de la cámara está pegado a otros, dudosos elementos. En primer lugar, los decorados. Toda la franja fronteriza tiene el aspecto, hasta el olor, de las más típicas instalaciones de los grandes estudios hollywoodianos. Las interpretaciones, ya desde el comienzo, no resignan cierto tono enfático. Y muchas de las acciones orillan lo inverosímil. ¿Cómo tomar el hecho de que la timorata Susan Vargas (Janet Leigh, quien dos años más tarde se convertiría en uno de los pocos agujeros de la extraordinaria Psicosis de Alfred Hitchcock) desvíe dócilmente su camino para seguir a los secuaces de Joe Grande, conocido mafioso de fronteras, hasta su guarida?

Pongámoslo así: la puesta en escena y los movimientos de cámara de Sed de mal fueron y siguen siendo inquietantes. Configuran una especie de ballet formal difícilmente resistible para el ojo. Pero los decorados y los diálogos no dejan de resultar ampulosos, enfáticos, altisonantes. Incluso la música y la fotografía –del impecable Russell Metty, que no obstante se permite dos y hasta tres sombras por cabeza– se colocan muchas veces por encima de la acción, del tono dramático. El ballet, entonces, no está exento de los fuegos fatuos de un "gran espectáculo" que tiene algo que ver, pero no mucho, con las mejores tradiciones del cine. Esto no sepulta a Sed de mal, que bien podría ser considerada una buena, y muy original, combinación del policial de enigma con la comedia costumbrista (por las costumbres de frontera), pero le resta intensidad en cuanto drama. Y que me parta un rayo si no la hiere de muerte en cuanto film noir. Porque un policial negro se presta para cualquier cosa menos para que uno no se lo tome demasiado en serio.

Retomo. Ha muerto el poderoso Linnekar y se trata de averiguar quién es el asesino. Por un lado están los Grande, no sólo uncle Joe sino sus amenazantes sobrinos (camperitas negras en la línea de El salvaje con Marlon Brando; caras lindas y agresivas alla James Dean). Por el otro un tal Sánchez, el joven que sale con la hija de Linnekar. Lo que importa, en cualquier caso, no son tanto los sospechosos como los sospechantes. Los sabuesos de la policía que, de un lado y otro de la frontera, pueden, o por lo menos quieren, resolver el caso. Uno es el mexicano Vargas, poli apuesto si los hay (como que lo anima Charlton Heston en la flor de su edad, casi tan pintón como Clark Gable). El otro es el propio Welles, más desaliñado, gordo y decadente que nunca (o casi) en la piel del detective Quinlan, Hank Quinlan. El contraste entre los dos policías es tan evidente como persistente, y no se limita a la traza sino al modus operandi. Vargas es tan correcto y respetuoso de las leyes que cuesta creerlo; Quinlan quiere ser el padre de Harry el Sucio: prefiere matar a detener, suele ponerse en juez e interrogar a puñetazo limpio. Eso sí, tiene un instinto de fierro ("lo siento en la pierna", dice muy graciosamente Hank, como si su extremidad –con un calambre– le señalase a los culpables). Para más datos, y como tantos detectives de película, Quinlan anda solo por la vida (desde que alguien ahorcó a su mujer). Y se dice de él que es un gran sabueso, pero un policía deplorable (o piojoso: lousy).

Hay un dato que aumenta el peso específico de la inverosimilitud de los decorados, y es su escaso número. De la frontera al motel en el que la flamante esposa de Vargas espera que se resuelva el caso; de éste a la comisaría yanqui; un par de departamentitos, y paremos de contar. Pero lo que de veras pesa es la profusión de los diálogos, que son tantos y tan copiosos que primero empujan, pero más temprano que tarde empantanan, el desarrollo de la trama. En este sentido, Sed de mal no tiene absolutamente nada, pero nada que hacer al lado de El ciudadano, y remite en cambio a El halcón maltés (John Huston, 1941), ese policial de enigma (¡no así negro!) insuperadamente teatral y parlanchín. Es más: la hipertrofia dialoguística de Sed de mal conspira contra la hondura de los personajes, toda vez que el parloteo es presente, puro presente, y esa hondura –esas tragedias– están firmemente ancladas en la historia, en el pasado, en un pasado al que le cuesta horrorres aflorar.

Otro hueso duro de roer está dado ya no por la profusión sino por el tono, el acento y el idioma de los diálogos. A Vargas-Heston se lo supone mexicano, pero su español suena patéticamente anglosajón. El tío y los sobrinos Grande, todos ellos mexicanos, pronuncian bastante bien la lengua de Cervantes. Pero apenas mechan un par de vocablos hispanos cuando se dirigen a los yanquis (típico "Good afternoon, señorita" y otros), mientras que entre ellos... hablan en inglés.  Si estamos acostumbrados a quejarnos de estas fastidiosas incongruencias en las coproducciones de acá nomás, ¿por qué nadie abrió la boca en este caso? El apellido Welles no debería nublar la vista de los críticos.

Otro rasgo que se pasó por alto es la vena cómica de Sed de mal. Más o menos sutiles, los apuntes humorísticos aparecen por doquier. No hacen reír –no mucho– pero resultan de lo más simpáticos. Y aunque no alcanzan a convertir a Sed de mal en una comedia hecha y derecha, dicen más y mejor sobre los personajes que todos esos parlamentos graves, impostadamente graves y, por ello, paradójicamente dominados por la levedad.

Párrafo aparte merece Marlene Dietrich, una especie de madama y adivina a cuyo bolichito (este sí, muy bien escenificado) asiste Quinlan, a quien conoce desde los buenos viejos tiempos. Una sola mirada, la primera, le alcanza a Marlene para atravesar la cámara. Para saltar de la pantalla e instalarse allí, en ese territorio codiciado, esquivo, que no es exactamente la superficie del film ni la mente del espectador, sino la mezcla de ambos. ¡Y cómo fuma! Si hasta parece que no les da pitadas a los cigarrillos, sino que les practica fellatios. Esta mujer es lo mejor que me ha dejado Sed de mal.

Guillermo Ravaschino     


Enviá tu crítica al Foro  |  Leé otras opiniones en el Foro