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SIN QUERER

Argentina-Alemania, 1997


Dirigida por Ciro Cappellari, con Daniel Kuzniecka, Angela Molina, Norman Briski, Luisa Calcumil, Patricio Contreras, China Zorrilla.



San Lorenzo es poco más que un caserío perdido en la inmensidad patagónica. Apenas llegado allí, un ingeniero que viene de Buenos Aires ingresa en una tienda y, luego de comprar seis pares de medias, le suelta a la encargada: "Usted da la impresión de tenerlo todo". No es que Mario, el ingeniero interpretado por Daniel Kuzniecka, sea particularmente lanzado, sino que Sin querer está poblada de frases improbables, chirriantes. La destinataria del piropo es la española Angela Molina, una gran actriz que aprendió a hablar en "argentino" mucho mejor que la mayor parte de sus colegas vistas en coproducciones recientes. Sin embargo, algunas veces le cuesta dar con el tono apropiado. Al film de Ciro Cappellari le pasa lo mismo, pero casi todo el tiempo.

El hilo principal está dado por el complejo encargo que recayó sobre el ingeniero: preparar el terreno para que un enorme barco de turismo, que debe ser llevado por tierra hasta un lago vecino, pueda atravesar San Lorenzo. La empresa puede traer prosperidad –se oye– y eso activa los tejes y manejes del pez gordo del lugar, Amado Bazán (Patricio Contreras, muy subrayado), quien buscará sacar provecho de la situación. Lo hará de un modo muy confuso por la floja inteligencia del guión, que invierte muchos más minutos de los necesarios en este negociado turbio, pero al fin de cuentas torpe y simple, de Bazán. Hay muchos otros personajes y subtramas: la matriarca venida a menos (China Zorrilla) que conspira junto al párroco (Jorge Mayor) y aún maneja ciertos hilos desde la penumbra; el político de pacotilla (Norman Briski) que entra y sale de la alcoba de Angela Molina; una niña de 13 años sexualmente abusada; una india (Luisa Calcumil) que busca desesperadamente a su padre, desaparecido en el desierto dos semanas atrás.... y sigue la lista. En poco más de una hora y media, Sin querer no logra pintar adecuadamente a ninguna de estas criaturas.

No falta algún hallazgo formal, como esa suerte de bañado o charco utilizado como playa (con sombrilla y heladera portátil incluidas) por los lugareños, ni los atardeceres que confirman la belleza y fotogenia de la Patagonia. Lo que sobreabunda, empero, son las metáforas más o menos explícitas sobre la postergación, la humillación, el sometimiento y los prejuicios que forman la trama íntima de tanto infierno chico de provincias. Pero aun a este filón, que es poco y nada original, le cuesta horrores fluir, dibujarse. El traslado del barco (algo que puede remitir a Fitzcarraldo de Werner Herzog, aunque este film no se le parece en nada) nunca se justifica del todo. Es decir: no llega a pegarse con las miserias del pueblito, ni contrapuntea de manera efectiva a ninguna de las numerosas cuestiones que acumula el argumento. Más allá de Kuzniecka (cuyo deslucimiento ya parece una marca de estilo), muchos miembros del elenco revelan gran esmero en sus labores, aunque poco pueden hacer contra unos diálogos que parecen diseñados para hacerlos tropezar.

Guillermo Ravaschino