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TOY STORY 3

Estados Unidos, 2010



Largometraje de animación dirigido por Lee Unkrich.



Lo de Pixar es impresionante; no hay otro estudio que tenga la coherencia y el piso creativo tan alto. Podría pensarse que el lanzar tan sólo un film por año le ahorra riesgos. Pero la maestría de Pixar se apoya en otros factores: una permanente rotación de directores, una amplitud llamativa para la convocatoria de talentos por fuera del estudio (Brad Bird), y una voluntad de superación inquebrantable, que ha dado lugar a obras que desafiaron el conocimiento y la fidelidad del público, como Ratatouille y WALL-E.

La tercera parte de Toy Story podría haber sido una vuelta al lugar más cómodo y seguro, de la mano de la franquicia más redituable y masiva de su historia. Con personajes instalados en el imaginario infantil desde hace un rato largo, como Woody y Buzz Lightyear, y un elenco de voces cada cual más notable –Tom Hanks, Tim Allen, Joan Cusack–, parecía imposible perder. Pero la gente de Pixar, encabezados por Lee Unkrich en la dirección, junto a John Lasseter, Andrew Stanton y el outsider Michael Arndt (escritor de Pequeña Miss Sunshine) en el guión, eligieron el camino más difícil y productivo. Fueron para adelante, tomaron el riesgo de la derrota, sin miedo al fracaso.

En cierta forma, Toy Story 3 sigue revoloteando temas que caracterizaron a sus dos predecesoras: la construcción de la identidad a partir del contacto con el otro, el aprender a convivir con los distintos integrantes de un grupo, la institución familiar en sus diversas modalidades y, esencialmente, el paso del tiempo. El tiempo transcurrido pesa aquí más que nunca: Andy está por partir a la universidad, hace años que no le presta atención a los juguetes, y ellos especulan con su destino. Finalmente van a parar a una guardería que semeja el Paraíso, pero que termina siendo un infierno de hipocresía y opresión.

Toy Story se consolida aquí, pero no como una mera franquicia (al estilo Shrek), ni como una sucesión de secuelas (como las de Freddy Krueger), sino como una saga comparable a Indiana Jones, con una evolución de los personajes, el estilo y la narrativa. Y todo es mérito de los realizadores, quienes ponen al relato por encima de los chistes. Lo cual no impide que el film sea tremendamente gracioso, que cada línea dé la impresión de haber sido pensada minuciosamente, ni que las secuencias de acción sean impactantes, con una concepción admirable de la puesta en escena.

El film de Lee Unkrich es puro espectáculo, pero también pura reflexión, pura innovación estética y narrativa. Y no apunta sólo a los menores de diez años; se dirige, con pertinencia e inteligencia, al espectador adulto, quien se prenderá de la trama tan fervorosamente como sus hijos. Pero interpela con preciso énfasis a los espectadores que, como el personaje de Andy, crecieron con la saga, adentrándose en el mundo de Woody y sus amigos. Por eso ese inicio que es absoluto desborde, ecléctica combinación de géneros, una zambullida vertiginosa en la imaginación de un niño que manipula, a través de su imaginación, el espacio-tiempo que lo rodea. Es el todo vale, el poder del pensamiento y el deseo que demuele toda barrera impuesta por convenciones y tradiciones. De ahí que una película infantil se permita incluir referencias al policial clásico o atmósferas terroríficas conectadas con el expresionismo alemán.

Pixar vuelve a comunicarse con el mundo entero a través de esa pulsión por romper todo muro genérico y estético, porque la tradición bien entendida pasa por otro lado: la familia, los amigos, el ser amado; los que están siempre, hasta el final.

No resulta extraño, entonces, el enlace con el corto –también de Pixar– que se proyecta a modo de yapa antes de este film: Noche y día, que así se llama, es una pequeña joya que, a través de un perfecto discurso audiovisual, nos habla de aceptar al otro, del intercambio y la fusión con lo diferente como una forma de trascendencia. Pixar ya atravesó ese proceso porque siempre muta, y de la forma más saludable posible. Nos queda cambiar a nosotros; al público, a la crítica, a los demás realizadores, para ir –como decía la rata cocinera Remy, en Ratatouille–, con suerte, para adelante.

Rodrigo Seijas      


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