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Bafici 2004


Para todos los gustos


Como todos los años, el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) se constituyó en la fiesta de ver ese otro cine que reclamamos desde estas páginas, ese cine que por las caprichosas maniobras de la maquinaria comercial permanece al margen de las carteleras argentinas. En esta ocasión, las oportunidades de ver un cine original, fresco, libre e independiente se multiplicaron, porque en los 12 días de un festival que sus programadores calificaron como “salvaje” se exhibieron más de 200 títulos, además de las múltiples actividades paralelas (seminarios, mesas redondas, presentaciones de libros, visitas de directores, conferencias, etc.). Hubo para todos los gustos: además de la competencia oficial, una sección sobre lo nuevo de lo nuevo en el cine argentino, secciones dedicadas a distintos directores extranjeros, cine de superacción, experimental, documental, musical, etc. Y el festival fue un éxito: en primer lugar, por la calidad de la programación, en segundo, por la organización, que tuvo pocas fallas, y finalmente, por la respuesta del público, que colmaba cada función. Evidentemente, el Bafici ya ocupa un sitio arraigado en la actividad cultural de los porteños (y de quienes viajaron desde el interior y el exterior para estar presentes) y reconocemos el mérito de su director, Quintín, y de los programadores y organizadores.

Frente a semejante programa de películas que tal vez nunca volverán a exhibirse en Buenos Aires (hasta ahora se ha confirmado el estreno de no más de una docena, de una larga lista de películas extranjeras), mi elección fue bastante ecléctica, casi tanto como la programación misma.

Las mejores
Los programadores de todo festival cumplen la envidiable tarea de viajar durante todo el año a otros festivales internacionales para elegir allí las películas y contratar su exhibición. Eso produce que haya un grupo de títulos que circula por las distintas fiestas cinematográficas, es decir que hay una cantidad de películas que se repiten en uno y otro país, y que además vienen apoyadas por sus respectivos países de origen. En el Festival de Chicago de octubre de 2003 yo había visto algunas de las mejores proyectadas en este Bafici: la taiwanesa Goodbye Dragon Inn, de Tsai Ming-Liang, la iraní Crimson Gold, de Jafar Panahi, el documental La revolución no será televisada, de Kim Bartley y Donnacha O’Briain, Bright Future, de Kiyoshi Kurosawa, Ce Jour Là, de Raúl Ruiz, Padre e hijo, de Alexander Sokurov, Le Temps Du Loup, de Michael Haneke y Los guantes mágicos, de Martín Rejtman, de próximo estreno. A todas ellas ya me he referido en la cobertura de ese festival.

Pero pude ver otras joyitas.

Los documentales
Este año la gratificación llegó varias veces por vía del documental, ya que los títulos exhibidos me permitieron momentos de especial interés y mayor placer cinematográfico. Además de la sección dedicada a Thom Andersen –que vi completa– una cita obligada era La pelota vasca, la piel contra la piedra de Julio Medem, director que me gustó mucho en Los amantes del círculo polar y nada en Lucía y el sexo. Pues bien, Medem incursiona en el conflicto político y social que significa la acción de ETA en España, recogiendo declaraciones de unos 70 catedráticos y políticos –abrumadoramente masculinos– que procuran mantenerse equidistantes de los dos polos enemigos: el oficialismo y la organización armada. El resultado es una polifonía de los distintos matices que se encuentran en el medio, un peloteo ratificado por los reiterados golpes de la pelota rebotando contra el muro. Además, hay imágenes de películas de ficción, y tomas de archivo de noticieros y otros viejos documentales, y la excelente música de Mikel Laboa. En España el film desató una fuerte polémica y recibió el mayor rechazo del Partido Popular, en el poder a la hora de su estreno, por no explicitar una condena a ETA, acusada de "amenazar la unidad española". La ausencia de las voces de esas fuerzas en pugna así como la del ciudadano común, trabajador, estudiante, ama de casa, etc., limita el film a argumentaciones intelectuales que –como era de esperar– no arrojan luz sobre el problema; apenas si lo dejan planteado. La película tiene además algún vicio en la edición, ya que no cesa de cortar las declaraciones de los entrevistados, empalmándolas, y al quedar descontextualizadas al espectador le surge la duda de sobre qué está opinando cada uno. Al cabo de escuchar tantas declaraciones cruzadas, nos queda una realidad que resulta extremadamente compleja e indefinible. Medem es vasco y su película destaca el amor por su tierra, evidente también en los entrevistados, muchos de los cuales hablan eusquero, y si bien los nacionalismos me producen una suerte de urticaria (“todo nacionalismo refleja el miedo”, se dice en el film) mis ancestros vascos brotaron a flor de piel. Cada golpe de pelota en la pared, cada hachazo en el tronco me hablaba de mis propias broncas, de mi propia tozudez.

Otro documental español, en este caso catalán, también vino cargado de un fuerte contenido político. De niños, de Joaquín Jordá, versa sobre un sonado juicio contra varios acusados de pedofilia en el barrio de Raval, en Barcelona en 1997. Detrás del juicio bullía una guerra interna entre dos agrupaciones de vecinos que disputaban por la política de erradicación de elementos marginales y la construcción de nuevos edificios de viviendas. La película dedica mucho tiempo a las audiencias, pero se adentra también en la corrupción existente en el negocio inmobiliario, en los mecanismos del aparato judicial, donde algunos magistrados parecen tener sus sentencias decididas de antemano, y en la inutilidad de ciertas operaciones de maquillaje urbano que se llevan a cabo para eliminar la delincuencia. En cierto sentido, De niños es el complemento y la cara oscura del magnífico En construcción, de José Luis Guerín.

S21: The Khmer Rouge Killing Machine ganó la competencia sobre Derechos Humanos. Si nos atenemos a la historia que presenta este documental francés, el premio venía servido: un grupo de ex miembros del aparato represor que utilizó el régimen fascista de Camboya relata ante la cámara los procedimientos que utilizaban cotidianamente para torturar y eliminar ciudadanos y que dieron como resultado la muerte de casi 2 millones de camboyanos en la década del '70. Son obvias las correspondencias de este genocidio con nuestra propia historia, aunque en Argentina los asesinos todavía no han declarado a cara descubierta los detalles del mecanismo de sus crímenes. En este sentido, la experiencia de ver este film es desgarradora, y puede llegar al malestar físico, como en mi caso. En un edificio que funcionó como centro de detención, un sobreviviente dialoga con sus victimarios para tratar de comprender cómo llegaron a cometer esos actos aberrantes. No sabemos cómo se logró que los represores accedieran a aparecer en este documental, aunque se sugiere que de esta manera sanearían su karma. En cuanto a su aspecto cinematográfico, sucede en este film algo similar a los documentales argentinos elaborados en la fragua de la crisis: su realización es convencional, la narración resulta algo tediosa, basada en declaraciones monocordes donde no hay atisbo de culpa, sólo alteradas por la reproducción que hacen algunos represores de escenas de sus propios abusos de autoridad, en representaciones que resultan espeluznantes. Un documento que puede colaborar a curar las heridas a través del rescate de la memoria.

Hubo más documentales políticos: la interesante Control Room sobre la cobertura periodística de la actual guerra en Irak, la tediosa The Big Durian sobre el régimen de opresión que se vive en Malasia y Sonata For Viola Dmitri Shostakovich de Alexander Sokurov, en la cual el músico es un (buen) pretexto para reflexionar sobre el ascenso y decadencia de la Unión Soviética, en un film menor del ya célebre ruso. Todas las películas de este ¿subgénero? despiertan un interés extracinematográfico por la realidad que se vive en los distintos países, con lo cual el aspecto estético y el debate sobre las decisiones artísticas generalmente queda relegado a un segundo plano.

Un documentalista: Thom Andersen
Fue mi primera aproximación a este teórico e historiador del cine, que mereció una sección especial en el festival. Su título más representativo fue Los Angeles Plays Itself (2003), film-ensayo construido a pura cinefilia, en el cual formula un análisis de la representación que el cine ha hecho de su ciudad emblemática, Los Angeles. Para ello realiza un gran trabajo de edición valiéndose de unas doscientas películas, de las cuales utiliza en algunos casos un solo y breve plano, en otros una escena completa para ilustrar alguno de los tantos temas que aborda el largo film. Si bien Andersen, quien ama a Los Angeles a pesar de todo y oficia de narrador, aclara desde el principio que el cine se ocupa de historias y no de espacios, la ciudad resulta el elemento esencial, ya fuere como telón de fondo o como protagonista. Andersen es un estudioso de la historia y arquitectura de su ciudad, y dedica un buen metraje a mostrar sus edificios más famosos y los más filmados, la transformación de sus barrios, e incluso –no en vano es discípulo de Gilles Deleuze– analiza las potencias de lo falso, o el fraude que lleva a cabo el cine con el espacio, permitiéndose mentiras o licencias geográficas. Pero además de documentalista Andersen es un crítico de cine, y aprovecha sus citas para rescatar films olvidados, como los neorrealistas, y abominar de otros más conocidos. Su enorme antología mezcla films clásicos, como Barrio chino o Los Angeles al desnudo, con numerosos films noirs y otros de clase B. Son tantas las ideas que plantea Andersen sobre política, urbanismo y cultura cinematográfica, que no es fácil estar de acuerdo con todas ellas, pero justamente este desafío resulta altamente estimulante. Se percibe un cierto sentimiento de inferioridad del director con su "patito feo", sobre todo frente a la fotogenia de una Nueva York siempre espléndidamente filmada por Woody Allen... quien pasa a ser el malo de la película.

En Eadweard Muybridge, Zoopraxographer (1974) Andersen estudia el aporte que Muybridge realizó a la creación del cinematógrafo, con su invento del zoopraxógrafo, una serie de cámaras fotográficas colocadas en cadena, con las cuales podía registrar el movimiento en humanos y animales y en segunda instancia, el tiempo. Sus maravillosas fotos ilustran el número 0 de Sin aliento, la útil guía del festival. Aunque su obra no está muy difundida, Muybridge fue un antecesor de los Lumière y sus huellas también pueden encontrarse en la pintura de Francis Bacon. Andersen lo rescata en un film fascinante.

Recuerdo haber leído hace años en preciadas fotocopias el ensayo de Andersen Red Hollywood, que diera origen a su documental homónimo (1995) realizado en colaboración con Noël Burch. En este caso, estudia la persecución macartista llevada a cabo a principios de la guerra fría contra los guionistas de Hollywood que pasaron a integrar las "listas negras" por sus ideas socialistas. Como en el caso de Los Angeles Plays Itself, Red Hollywood está armada con ejemplos de muchas películas de la época que castigaban a todas las instituciones norteamericanas, desde el fútbol hasta el matrimonio, reivindicaban a la clase obrera, daban importancia al grupo social por sobre el individuo y apoyaban los reclamos femeninos y raciales. Además, entrevista a guionistas aún vivos, con el homenaje a nombres como Abraham Polonsky, Dalton Trumbo y Paul Jerrico entre otros. Aunque puede encontrársela algo anticuada, la película sale al rescate de un cine casi desconocido o por lo menos olvidado.

El experimentalismo: James Benning
Hubo una sección dedicada a este cineasta experimental, del cual se proyectó la trilogía sobre California. Vi Los (así nomás, ése es el título) que se refiere a Los Angeles. Pero si el film de Thom Andersen era absolutamente conceptual y tiraba cientos de ideas y de imágenes, Benning hace lo contrario: fija la cámara en un espacio abierto y la hace rodar, componiendo planos de 2 minutos y medio con lo que sucede delante, con sonido natural. Un acueducto, el exterior de una cárcel, calles, autopistas, plazas, lugares públicos donde a veces se llega a la anécdota... pero en general no. Lo interesante del film es observar qué experimentamos como espectadores ante esos largos planos generales fijos en los que no sucede aparentemente nada más que lo cotidiano (el paso de los autos, o de un barco, el correr del agua, un cielo sin nubes, el cambio de los semáforos, charlas que nunca oímos) y en los que sabemos que nada más va a suceder. Algo similar había hecho Warhol hace décadas, aunque más contundentemente. En todo caso, un film de difícil visión, no apto para todo público.

La ficción: gemas de Oriente
Fiel a mi interés por el cine oriental, disfruté mucho viendo dos películas surcoreanas: Save The Green Planet!, en competencia, y Memories Of A Murder, un film muy inteligente de Bong Joon-ho. Basado en el caso real de un asesino serial que en un pueblo mató a varias jóvenes, este thriller policial muy bien narrado constituye en el fondo una reflexión sobre la época de la dictadura militar que sufrió Corea del Sur en los '80. Con mucho humor se muestran los procedimientos abusivos de un grupo de policías torpes, caricaturescos y no muy distintos de los nuestros, con grandes actuaciones en una obra original del director de Barking Dogs Never Bite, vista en el Bafici 2001.

La que más brilla, con una luminosidad poética, espiritual, casi mística, tal vez sea Shara, de la directora Naomi Kawase. Ambientada en Nara, donde las tradiciones japonesas aún perviven, una narración circular habla de la pérdida y también de la recuperación, del interminable proceso vital. Una cámara al hombro con larguísimos travellings y hermosos planos secuencia arma un film de atmósferas, climas inquietantes, secretos y silencios, historias más sugeridas que narradas, mientras la vida transcurre entre ceremonias, el cultivo de la huerta y paseos compartidos por el laberinto de la ciudad. Una escena impresionante de un baile callejero en una fiesta popular es la mejor prueba de la vitalidad de una cultura milenaria y siempre vigente.

El coreano Kim Ki-duk ha dejado su huella en los Baficis, donde su cine es una presencia habitual, ganándose innumerables admiradores entre los cuales me cuento. Cineasta de la violencia en su forma más estilizada, humorista inteligente y exquisito de la imagen, ganó en el último Festival de Berlín el premio al Mejor Director con Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, presentada en este festival y que será pronto su primer estreno comercial en Argentina. En esta ocasión KKK filma una suerte de historia religiosa sobre hombres sabios que llevan una vida retirada en un templo flotante sobre un lago paradisíaco (sí, como en La isla). El film posee una belleza visual subyugante y habla de la evolución personal, también de la circularidad del tiempo y de cómo la violencia subyace en las formas menos pensadas. Paradójicamente, tanta belleza despertó el cuestionamiento de cierto público, que la tachó de efectista…

Osama, de Siddiq Barmak, es una película de Afganistán que patina sobre la resbaladiza frontera entre lo narrativo y lo documental. Al contrario de lo que sucede habitualmente, en este caso una historia de ficción está narrada con un registro propio del documental. Osama documenta de una manera inteligente y dramática la represión en una Afganistán destruida y sometida bajo el régimen fundamentalista talibán, donde las mujeres se rebelan –totalmente cubiertas por sus burkas– movidas por el hambre y la imposibilidad de salir a trabajar, dada su condición femenina. Pero también sabe trasladar este estado de angustia pública a una historia particular, la de una chica huérfana que se viste de muchacho para poder llevar algún alimento a la mesa familiar, aun a costa de su propia vida.

Kiyoshi Kurosawa: magia versus tecnología
Gracias al gran Akira y al ya no tan joven Kiyoshi, en japonés Kurosawa ya es sinónimo de buen cine.

Ver una película de Kiyoshi Kurosawa es asomarse a distintos mundos posibles: la mafia de yakuzas japoneses, el apocalipsis en el mundo contemporáneo, conflictos psicológicos, asesinos seriales, en fin, una multitud de temas tratados con marcas de estilo ya reconocibles, que conforman un cine de autor.

En el caso de Séance (2000), la economía de recursos, el plano secuencia, el obsesivo encuadre fijo vertical sobre la escena doméstica (derivado de Ozu), la presencia de su actor fetiche están al servicio de una historia que combina el thriller con los fenómenos parapsicológicos. La protagonista tiene el talento para percibir datos acerca de personas ausentes, o muertas, a través de algo o alguien que haya estado en contacto con ellas. La policía decide utilizarla en la búsqueda de una chica secuestrada, y el destino se encarga de involucrar a ella y a su marido en la suerte de la niña. La puesta en escena rigurosamente realista contrasta con la magia de un argumento cautivante. Kurosawa utiliza ciertos clisés del cine de horror vistos en Ringu, película que él mismo produjo. Pero las muertas que regresan con su rostro oculto tras una mata de pelo aquí producen un miedo tan atroz que paraliza al espectador. Y el excelente uso del sonido refuerza el suspenso hasta grados intolerables.

Kiyoshi demuestra en Séance que sabe tratar con los fantasmas, en un caso particular. En Pulse (2001) los fantasmas pasan a constituir una invasión literal, que produce la hecatombe planetaria. Los fantasmas se comunican con los vivientes atrayéndolos a su propia soledad, moviéndolos al suicido, y el instrumento de que se valen para salir de los ámbitos a los que estaban confinados es Internet. Kurosawa insiste en la contraposición entre los adelantos tecnológicos de una sociedad hiperindustrializada y el elemento mágico poderoso... y siempre victorioso.

No es diferente el resultado en Doppelgänger (2003, presentada por el propio director en la sala), ya que el investigador, un inventor chiflado, obsesivo y perfeccionista –moderno Frankenstein– necesita la presencia de su doble para comprender los peligros que entraña el cuerpo artificial que ha inventado. Aquí Kiyoshi no utiliza el horror, sino el humor para su crítica social. Tengamos también en cuenta que en Séance la confrontación entre magia y tecnología se producía dentro del matrimonio, ya que si bien ella es médium, él es un técnico de sonido que trabaja en un laboratorio (como el inventor) en medio de equipos técnicos muy sofisticados. Por otra parte, la acción siempre atraviesa la ciudad impersonal, inhóspita, donde no queda huella del sentimiento humano, para detenerse en las grandes fábricas o galpones abandonados, signos del fracaso de la sociedad posindustrial. El doble del inventor se encarga de actualizar esta decadencia, cuando destruye todo un laboratorio, acción que también llevan a cabo los fantasmas de Pulse.

Barren Illusions (1999) resultó la más enigmática, un film sin linealidad narrativa, en el que fantasía y realidad se mezclan indiscerniblemente.

El club de las películas perdidas
Tal vez la sección más curiosa del festival, invento del crítico de Chicago Jonathan Rosenbaum, a quien conozco desde su primera visita a Buenos Aires en 2000, cuando lo entrevisté para CINEISMO, y que es ya una visita habitual en todos los Baficis. El ciclo propone que varios críticos y realizadores presentes en el Festival rescaten películas malditas, que cada uno de ellos ame especialmente y que por los avatares del aparato comercial hayan quedado fuera de circulación. Las reglas del club indican que cada presentador aporte una copia de su film elegido (se exhibieron sin subtítulos, lo cual es limitante, aunque se espera subsanar este problema en próximas ediciones), y que en vez de anunciar el título del film dé sólo algunas pistas sobre el mismo.

Sara Driver, Ron Mann, Eduardo De Gregorio, Frédéric Bonnaud, Hans Hurch, Thom Andersen y Rosenbaum fueron los presentadores este año. Estuve en el encuentro que protagonizó este último, que resultó muy elocuente sobre las afinidades del crítico. En primer lugar, mostró un corto de Noël Burch, el teórico de cine estadounidense radicado en París: Noviciat, de 1964. Se trata de una película de ficción experimental y surrealista, en blanco y negro, que recuerda en muchos aspectos el cine de Maya Deren, sobre un masoquista que se somete a los abusos manipuladores de varias mujeres. Burch pone en práctica teorías y concepciones estéticas que plantearía más tarde en sus libros. Su otra elección fue Mixed-Up (1985), el documental para la televisión de Françoise Romand –que Rosenbaum presentó como una de sus películas favoritas de todos los tiempos– sobre el caso real de dos mujeres inglesas que fueron intercambiadas por error en la maternidad. Mientras una madre se fue a su casa sin sospecharlo, la otra sentía que ese bebé no era su verdadera hija, y luchó durante años para comprobarlo. Cuando ellas cumplieron 30 años, la ciencia le dio la razón. El film se basa en las entrevistas a ambas madres e hijas y el resto de las familias, en un permanente y creativo juego formal compositivo sobre la duplicidad, el paralelismo y la sustitución. Fueron dos curiosidades absolutas.

The End
Del fárrago del festival me queda el placer de lo visto, el lamento por algunas pérdidas (el ciclo de Jonas Mekas, el grupo de películas sobre blues), algunas postergaciones (cine argentino, la sección de Glauber Rocha que todavía puede verse en el Malba) y más hallazgos (films malditos de John Ford, de los que se ocupa Rodrigo Seijas en su nota), algunos buenos títulos de competencia (la excelente Las horas del día, la simpática La historia del camello que llora, que comenta Silvina Rival) y la nostalgia... porque el festival se terminó. Hasta el Bafici que viene.

Josefina Sartora     

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