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ALEXANDER Y NATALIA
(The Luzhin Defense)

Gran Bretaña-USA-Francia, 2000


Dirigida por Marleen Gorris, con John Turturro, Emily Watson, Geraldine James, Stuart Wilson, Christopher Thompson, Fabio Sartor.



De la oscarizada directora Marleen Gorris (su Memorias de Antonia se llevó una estatuita cinco años atrás) llega esta muy bien ambientada y fotografiada, desparejamente actuada y pobremente guionada historia. Que no deja de ser original, ya que pertenece al subgénero romántico-ajedrecístico.

John Turturro (Barton Fink) es Alexander Luzhin, un ajedrecista ruso de primera línea y, al mismo tiempo, una especie de caso perdido en el tablero de la vida. Anda siempre ensimismado, con la mirada extraviada, le cuesta horrores conectar. Emily Watson (Contra viento y marea) es Natalia, chica italiana de la alta sociedad. Corre la década de 1920. Poco después de arribar a una de esas ciudades europeas que se prestan mejor que otras para los fastos escenográficos de este tipo de propuestas, Alexander se enamora perdidamente de Natalia. Bueno, no. En rigor, lo único que consta es que, con sólo verla, Alexander decide que Natalia tiene que ser la mujer de su vida. Y ahí nomás le propone matrimonio. Se diría que esta suerte de trámite expeditivo, ultraveloz, es el rasgo que preside a todas las instancias esenciales de este relato inspirado en una novela de Vladimir Nabokov (no tuve el gusto de leerla, pero apostaría unas cuantas fichas a que es más interesante, y mil veces más compleja, que lo que se ve en pantalla). El asunto es que Natalia pide un tiempito, y minutos más tarde ya le está dando el sí. Se fija fecha...

Queda mucho por delante, pero tenemos las premisas: por un lado la férrea oposición familiar al compromiso mentado (no se imaginan con qué caras de perro mira la cogotuda mamá de Natalia a su futuro yerno); por el otro, el doble desafío que Alexander, en cuanto ajedrecista, tiene frente a sí. Ha llegado a Italia para competir por el título mundial, y para alzarse con él no sólo tiene que derrotar a Turati, maestro entre los maestros de Occidente, sino a sus propios fantasmas. Es que el protagonista se crió y creció inmerso en profundos conflictos psicológicos.

El primer aspecto, de "amor prohibido", además de ser extremadamente remanido (¿cuántas películas de época lo tocaron? ¿Miles, cientos?) resulta de lo más absurdo. El desencaje introspectivo, plato ya demasiado típico en la cocina de John Turturro, está tan subrayado aquí que nunca termina de cerrar la velocidad con que Natalia –joven centrada, ella– acepta el convite matrimonial. Y digo más: tan embobado se lo ve que la opositora madre de la muchacha, si se lo piensa bien, resulta el personaje más sensato de la película (por supuesto que no es ese el lugar en que la coloca Gorris, sino en el de ogro precámbrico).

El segundo filón, ajedrecístico-psicológico, no aprovecha genuinamente una sola de las aristas que este milenario juego (que me apasiona, confieso) ofrece a quien quiera desplegar sutiles metáforas existenciales. Lo que hace Gorris, por el contrario, es montar todas y cada una de las previsibles cursilerías a las que el duelo de los trebejos se presta.

Un ejemplo: a través de agotadores flashbacks puede saberse que a Alexander, de niño, sus padres y los médicos le prohibían jugar al ajedrez en nombre de su salud. Pues bien, en plena final del mundo, en el lugar de su oponente, a Luzhin se le "aparecen" estos censores de antaño. Otro: un tal Valentinov, que inicialmente había sido su mentor pero luego le tomó odio (algo así como Salieri a Mozart), sella un pacto con Turati para presionar psicológicamente al protagonista. Una de las tácticas de Valentinov consiste en mirar fijamente a Alexander, con cara de malo, durante las partidas... no se imaginan lo bien que le funciona. Casi todo es así de bruto en esta elegante propuesta.

Lo demás ya deben haberlo imaginado: estaciones de tren, mansiones con prolijos jardines, salones en los que los burgueses se sientan a tomar el té.

Guillermo Ravaschino     


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