En los planos de apertura, el director español Fernando Trueba (Belle
Epoque, La niña de tus ojos), hablando en primera persona,
manifiesta su admiración por el jazz latino. Ese amor por el género que
fusiona el jazz con los ritmos y timbres iberomericanos lo impulsó a
realizar un musical que presentara a sus máximos exponentes. El resultado
es un film de antología, imprescindible para todo amante de la música, y
del cine.
Muchos han sido los intentos de
traspolar otro arte a su expresión cinematográfica. Sin ir muy lejos,
acabamos de ver en Goya, también de un español, el intento de
volcar la pintura en una película. Trueba lleva la música al cine –ambas,
artes del tiempo– y genera un film de carácter propio, ubicado en una
zona singular, entre el musical y el documental. Con una estructura muy
sencilla que repite un esquema, el mismo Trueba presenta a cada músico en
su ambiente, frente a su casa o en un ámbito natural, y a continuación
éste ejecuta un tema en un estudio despojado, casi siempre precisamente
en la calle 54 de la ciudad de Nueva York. Una luz y color uniformes
acompañan cada uno de los doce temas filmados en vivo, es decir, sin playback.
Paquito D’Rivera prodiga la riqueza tímbrica de su orquesta, que
incluye hasta un bandoneón; Jerry González impone su presencia bizarra
sobre un fondo rojo, y arranca delirios a su trompeta; el dominicano
Michel Camilo luce su brillante virtuosismo al piano con un tema glorioso;
y sorprende la elegancia contra el negro de la brasileña Eliane Elías,
la pianista descalza, única mujer en una película de hombres. El blanco
es el color para la orquesta del legendario Tito Puente, muerto al
finalizar el film, cuyo conjunto ejecuta un tema de riquísima
expresividad en la percusión. Era inevitable la presencia de un grupo de
música gitana, y Chano Domínguez llega desde Cádiz con su trío y
tablao a hacer su fusión del flamenco con el jazz.
Cada presentación es brevísima, y
sirve de remanso entre tema y tema, con sucesión de grandes y pequeños
conjuntos. Al final de cada interpretación se instala un silencio
emocionado, elocuente. Si bien la película alterna entre tomas con
montaje y movimientos de cámara, cada tema está filmado de un modo
diferente y exquisito, conforme el clima que impone la música. Más
paneos en los temas melódicos, más cortes para los rítmicos, siempre
lejos de la estética del videoclip.
No es casualidad que casi todos los
artistas habiten en Nueva York y sus alrededores, ya que allí reside la
mayor colonia iberoamericana del mundo fuera de sus países de origen. Es
inevitable el recuerdo de Buena Vista Social Club, la película que
también ilustra el auge de la música latina en los Estados Unidos, país
que está transformándose en bilingüe. Sin embargo, en aquel caso se
trataba de un documental cargado de información sobre un solo grupo, y en
éste, es la música la que ocupa el primer lugar, dejándonos con el
deseo de conocer más sobre cada uno de los grandes maestros, o sobre los
orígenes de este mestizaje del jazz afroamericano con rumba, mambo,
salsa, danzón, samba, etc., con tanto permiso para la improvisación. Hay
un reconocimiento a los mentores: Dizzy Gillespie, Miles Davis, y sobre
todo al origen primigenio del género: la raíz africana.
El Gato Barbieri, algo envejecido
para quienes los conocimos en su época dorada, demuestra que su vínculo
con la música sigue produciendo la misma magia de siempre. Pero los
momentos culminantes están a cargo de los románticos pianistas cubanos
Bebo y Chucho Valdés: el gigante Chucho logra una interpretación solista
conmovedora del tema Caridad Amaro, Beo otra antológica con el
bajista Cachao, ambos dos pilares de la música de Cuba, y al final, padre
e hijo, después de años sin verse por motivos políticos y familiares,
se encuentran en el estudio y ejecutan un emocionante dúo de pianos que
roza la perfección.
Josefina Sartora
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