Con Historias
mínimas, Carlos Sorín pareció haber encontrado una manera de hacer cine,
más allá del tipo de anécdotas que elige contar: Sorín trabaja con
no-actores, como él los define, y sus personajes a menudo adquieren las
características de las personas que los interpretan. Con El perro
(suerte de desprendimiento extendido y acentuado de Historias...)
llevó su “método” al siguiente nivel, y tampoco se aparta de él en ésta, su
última película. El camino de San Diego es también es una road movie,
con un personaje cuyas carencias y/o deseos lo impulsan a una travesía. Pero
lo que en las anteriores era hallazgo, aquí comienza a parecer repetición.
A primera vista, la
única novedad es el cambio de escenario: la Patagonia ha sido reemplazada
por la selva misionera, donde vive Tati Benítez, hachero sin trabajo y
fanático de Maradona. Corre el año 2004 y Diego es hospitalizado por una
afección cardíaca. Los televisores del país reproducen a toda hora la
vigilia de los simpatizantes y fanáticos del futbolista en la puerta de la
clínica de la Capital. En esos días, Tati encuentra en la selva misionera
una raíz de árbol con una forma extraña, en la que él cree ver un parecido
con su ídolo. Y también una suerte de señal del destino, o de mandato del
cielo, por lo que se decide a llevar ese pedazo de madera a Buenos Aires
para entregársela personalmente.
Hay una serie de
preguntas casi filosóficas sobre el sentido de su misión: “¿yo me
encontré la ‘estatua’ porque la tenía que encontrar?”, se dice Tati, y
consulta con una médium, con sus vecinos, con un cura que encuentra en el
viaje, con (otra estatua) el Gauchito Gil. Porque lo largo de la travesía,
el protagonista conoce a mucha gente, que viene también con sus pequeñas
historias, que alcanzamos a conocer por la mitad.
Con el tiempo, la
dirección de las personas/personajes ha sido trabajada por Sorín hasta
obtener resultados óptimos: si en Historias... la performance de
Javier Lombardo –la única “cara conocida” del elenco– contrastaba con las
interpretaciones de los demás, en El perro y El camino... esa
brecha entre el naturalismo impostado y la espontaneidad ya está borrada
casi por completo. Otra vez, detrás de cada elección de casting hay una
simpática anécdota: el cura en verdad es un cura, un distribuidor hace de
dueño de estación de servicio, un poeta es aquí vendedor de artículos
regionales; hay un productor cinematográfico brasileño devenido alegre
camionero carioca, y algunos de los no-actores que participaron de las
anteriores dos. Entre tantos hallazgos, Tati Benítez, el protagonista,
fotogénico y expresivo, es el mayor de todos.
Pero el “método”
del que hablábamos se vuelve un arma de doble filo: a fuerza de repeticiones
y de coincidencias, tanto en la elección de género como en la estructura, el
planteo de Sorín comienza a resultar esquemático. Asimismo, no puede dejar
de advertirse un cierto paternalismo, en particular en la representación de
un mundo donde la humildad y la bondad siempre van juntas (sabemos de
antemano que Tati no encontrará gente mala en el camino, que no será robado
ni estafado ni siquiera al acercarse a Buenos Aires). Una mirada piadosa
cuyo peso aumenta al explorar –como aquí se explora– la religiosidad
popular, reflejada no sólo en el culto a Diego, sino también en la devoción
al Gauchito Gil, cuyo santuario le queda a Tati de camino.
Por ultimo cabe
agregar que, así como lograba encontrar una belleza calma en los paisajes
desérticos de la Patagonia, el director acierta aquí al retratar la selva
misionera sin regodearse nunca en la postal turística. La música, de Nicolás
Sorín, resulta también bienvenida.
María Molteno
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