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LA CELDA
(The Cell)

Estados Unidos, 2000


Dirigida por
Tarsem Singh, con Jennifer Lopez, Vince Vaughn, Vincent D'Onofrio, Marianne Jean-Baptiste, Jake Weber, Dylan Baker.



Con honrosas pero muy contadas excepciones, la crítica ungió a La celda como un producto original, como un acercamiento novedoso al género del terror e incluso –gran diario argentino dixit– como "un film que no se parece a casi nada". Qué va. Si la tentación de definir a una película a partir de otras no fuera tan odiosa, de La celda podría decirse que es la hija de El silencio de los inocentes y The Matrix. Cierto que es más que eso, pero no mucho.

Por un lado está el aspecto policial, que este primer largo de Tarsem Singh (prolífico realizador de videoclips y cortos publicitarios) encara de la mano de las convenciones que caracterizan a los "thrillers con asesino serial". El psicópata de turno es un tal Carl (Vincent D'Onofrio), autor de una decena de espantosos crímenes. Son sus víctimas bellas mujeres jóvenes, a las que liquida siempre de la misma manera: encerrándolas durante 40 horas en una celda de cristal blindado, que se va llenando de agua sin prisa ni pausa, hasta que mueren ahogadas. Carl no sólo es un loco de aquellos sino también un gran productor: automatizó el calvario de las muchachitas, con lo que no tiene más que apretar un botón para que el proceso se desencadene, y esto incluye su filmación con varias videocámaras en simultáneo. Como para darle más color al asunto, Carl se autoproclama Dios y tiene la espalda perforada con 14 anillos de acero, a los que usa para colgarse del techo y –dicen los especialistas– gozar con la sensación de falta de gravedad (en fin). Este filón se complementa con Peter Novak (Vince Vaughn), el detective a cargo de la investigación.

El otro aspecto de La celda quiere ser de ciencia ficción psicológica. Ahí está Catharine (Jennifer Lopez), la psiquiatra-bombón del Campbell Center, una de esas instituciones que jamás podrían concebirse fuera de películas como esta. Tres empleados, sin jefes ni auditores a la vista, y un aparato infernal (con monitores de juguete) que les permite hacer que una persona ingrese en la mente de otra para sumergirse en las producciones más recónditas de su inconsciente. A estas dos personas las dopan (y también las cuelgan del techo, vaya a saber por qué razón), no sin antes enfundarlas en unos trajes estrambóticos especialmente diseñados por afamada vestuarista de onda. Más allá de ensanchar el ya generoso busto de la Lopez, esta indumentaria, como buena parte de lo que se ve, no responde a "justificación dramática" alguna. Similar debilidad acusan los diagnósticos y las explicaciones científicas, que invocan un "síndrome de Whalen", un virus fetal, cierta "ruptura esquizofrénica" y muchos otros disparates para definir a Carl. Lo hacen con tan poca consistencia que bordean la comedia, especialmente si se tiene en cuenta que uno de los explicantes es nada menos que Dylan Baker, el impasible padre violador –todo un psicópata– de Felicidad (la otra, ¡ay!, es la morena que había hecho tan buen papel en Secretos y mentiras).

Lo que resta es obvio. Carl es capturado, pero cae en un estado catatónico que le impide revelar el paradero de su última víctima, cuyas horas (son 40) están contadas. La respuesta sólo puede provenir de una visita al inconsciente del asesino en serie. ¿Será capaz de sonsacársela Catharine sin morir en el intento? ¿La ayudará ese detective apuesto?

La puesta en escena de los "viajes virtuales" no deja de ser sugestiva: una suerte de fetichismo truculento mezclado con escenarios de ensoñación, con paisajes-asociaciones-libres; una especie de tren fantasma perverso, torturado, no poco inquietante. El problema es conceptual. Más allá del vigor de las imágenes puntuales, está completamente descuidada una cuestión central: el punto de vista. Nunca queda claro por qué uno es visitado y el otro visitante, ni cómo es que llegan a compartir esas visiones. La música, muy estentórea, y el hecho de que a menudo se vea a ambos simultáneamente en pantalla, tampoco ayudan. En este sentido, La celda está muy cerca del vacío esencial de The Matrix, y en las antípodas de Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995), la más formidable excursión al campo de la realidad virtual que haya emprendido un thriller cinematográfico.

Dos o tres cosas más. La pacatería gratuita del diálogo en el que el policía se confiesa amigo de la pena de muerte: muy suelto de cuerpo Peter no sólo le revela a Catharine que en los viejos tiempos supo ser fiscal... ¡sino que manipulaba pruebas para conseguir la ejecución de los bandidos! Y la endeblez del plano psicoterapéutico. Pienso en la doctora Jennifer, cuyo reconocido talento y años de estudios no alcanzan a traducirse en otra cosa que en miradas compasivas, abrazos maternales y comentarios pueriles como los que ensayaría cualquier lego en la materia. Cierto es que no pregunta "¿... y a usted qué le parece?". Menos mal.

Guillermo Ravaschino     

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