“Me inspira la forma
inglesa-americana de contar historias, por ejemplo, La sociedad de los
poetas muertos (...) Me siento muy tocado por la forma en que pueden
alternar la comedia con cuestiones más conmovedoras”, dice el director
Christophe Barratier. Y, de alguna manera, su declaración de intenciones da
sentido a Los coristas, nominada al Oscar como Mejor Película
Extranjera y por Mejor Canción Original. Entretenida, condescendiente con
los vaivenes emocionales que se espera debe sentir el espectador, la
película nos depara también una sensación de “esto me suena de algún lado”.
El film se estructura a partir
de un flashback: dos amigos de la infancia se reencuentran después de años;
uno de ellos le muestra al otro el diario escrito en 1949 por un tal
Mathieu, celador de la escuela a la que iban de chicos. La voz en off del
celador, que promete un tono intimista, será el hilo conductor de la trama.
Mathieu (Gérard Jugnot), ex profesor de música,
comienza a trabajar en una escuela para chicos “con problemas” (eufemismo
que, descubrimos luego, remite a chicos huérfanos o de familias pobres que
no pueden hacerse cargo de ellos). En el momento en que llega a esa
institución sabemos que se enfrentará a un ambiente hostil: vemos a un niño
en pose esclavizada fregando el piso, al portero que se corta la cara con un
vidrio por una trampa que ha tendido uno de los alumnos, al director de la
institución imponiendo un castigo cruel a un niño elegido al azar porque
nadie ha confesado su culpabilidad. En un intento por sobrevivir, y también
por rescatar a estos iracundos y maltratados niños, Mathieu emprende la
tarea de formar un coro con ellos. El esquema que se reproduce aquí,
entonces, tiene todos los elementos necesarios para que el espectador se
“identifique” con las desventuras del celador y sus niños o, mejor dicho,
para que, así como la música, la película se vuelva “contagiosa”: entre
todos los niños hay, como en Billy Elliot o en En busca de mi
destino, un “talento en bruto”, Pierre, niño indisciplinado al que
Mathieu se empeña en encarrilar al tiempo que le dedica horas extras para
enseñarle música; también hay un niño tímido del cual los compañeros se
aprovechan (y que el celador por supuesto defiende); un director tirano, que
imparte en la escuela un régimen militarista atroz (bajo el lema que
justifica los castigos, repetido quizá demasiadas veces en boca de distintos
personajes: “acción-reacción”) y un portero bonachón que se une a la causa
de nuestro protagonista.
La trama equilibra momentos
dramáticos con situaciones de comedia. Para esto, la película debe recurrir
en muchos casos a situaciones arbitrarias en donde todo se vuelca en favor
de la convención y en contra de la verosimilitud. Ejemplo: el odioso y
odiado director del colegio, de pronto, sin mediar ningún proceso de cambio,
y luego de recibir un pelotazo en la cara por parte de uno de sus alumnos,
se suma al partido de fútbol que ellos juegan con el celador (cuando todos
esperábamos una terrible reprimenda). También hay escenas que resultan
graciosas –todos queremos ver ridiculizado a este personaje macabro– pero
que, concebidas quizá para armonizar con el crescendo del coro,
chocan por inverosímiles. Tampoco es claro cómo se produce el cambio en la
conducta de los niños, que de un momento a otro, como al influjo de San
Francisco, pasan de ser animales salvajes a dulces mascotas musicales. De
todas formas, esta no es una película que mire a los niños desde su propia
altura (no esperen nada parecido a la aguda sensibilidad de Crónica de un
niño solo, ni de Ponette; el punto de vista siempre está del lado
del celador) ni de esas que plantean ambigüedades o dejan cuestiones sin
cerrar.
Los extremos en los que se mueve
el conflicto tienen su mayor peso, por un lado, en dos personajes,
los “malos” de la película que encarnan sendos opuestos que parecerían ser
complementarios: la hiperracionalidad de la disciplina fascista impartida
por el director y la hiperemotividad agresiva del alumno nuevo (trasladado
de un psiquiátrico a esa institución). Con este último, la puesta de cámara
clásica usada en toda la película recurre a algunas mañas propias del cine
de misterio para pintarnos a este personaje casi como una encarnación
diabólica: en una escena se lo ve en primer plano con cámara lenta
(utilizada por única vez en todo el film) girando para mirar de manera
siniestra al celador; mucho después entra en cuadro de espaldas y permanece
allí mientras mira cierto desastre que ha provocado para luego girar
bruscamente en dirección del espectador y avanzar, quedando fuera de foco en
menos de un segundo. Por otro lado está Pierre, el talentoso discípulo de
Mathieu, dotado de belleza y voz angelicales, según el canon clásico.
En los diálogos finales (y más
allá de cierto fuego crepitante) se hace referencia a la escuela como a “un
infierno”; así se suma a esta historia de tintes motivantes y optimistas (el
celador dice, antes de encarar su proyecto, “siempre vale la pena
intentarlo”) el tópico cristiano y romántico: existen en esta fábula las
fuerzas casi diabólicas, existe lo “bello” que se condice con lo “bueno” y
con la “inocencia” en el caso del sensible Pierre.
Es una lástima, en definitiva,
que la visión personal que presagiaba la utilización de un diario íntimo
como fuente de la historia se diluya a medida que avanza el metraje hasta
dejarle poco de personal. De todas formas, teniendo en cuenta los referentes
que cita, quizá no haya sido eso lo que interesaba al director,
aparentemente más preocupado en hacer una película de estilo yanqui, otra
típica comedia emotiva, pero hablada en francés.
Sonia Budassi
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