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INTERVENCION DIVINA
(Yadon Ilaheyya)

Palestina, 2002


Dirigida y protagonizada por Elia Suleiman, con Manal Khader, Nayef Faroum Daher, Amer Daher, Jamel Daher, Nazira Suleiman.



En el último Bafici se presentaron varios films palestinos, en breve muestra de una cinematografía emergente que ya da que hablar. Entre otros festivales, Intervención divina se había exhibido en Cannes en 2002, donde ganó el premio de la Fipresci a la mejor película. Sin embargo, la Academia de Hollywood rechazó su postulación al Oscar, por considerar que Palestina “no es un país”.

Justamente de eso trata el film, de ese particular estatuto de país que viven más de un millón de palestinos habitantes de Israel, como es el caso de Elia Suleiman, palestino nacido en Nazaret, quien debió dejar su vivienda en Jerusalén porque las condiciones le hicieron imposible continuar su trabajo allí. Su film –del que es también guionista e intérprete– no cesa de preguntarse de manera muy inteligente sobre la condición palestina, sobre la humillación que sufre un pueblo ante una situación que es vivida como una ocupación del enemigo. En la primera mitad de la película, hace el planteo domésticamente, incluso diría barrialmente, en viñetas costumbristas de los palestinos en Nazaret. Como en el cine de Otar Iosseliani (y detrás de ambos planea la sombra de Jacques Tati), Suleiman coloca la cámara a gran distancia en planos generales fijos que toman escenas de la violencia cotidiana, con mínimos diálogos: la rutina diaria de un hombre acosado por sus acreedores; un viejo contestatario que expresa su furia rompiendo las calles y resiste su arresto a botellazos, ante la mirada impávida de sus vecinos; otro que cada día arroja su bolsa de basura al terreno vecino, y algunas más. Las tomas distantes, las situaciones ambiguas, el importante uso del fuera de campo y un cine casi mudo invitan al espectador a completar la construcción de las historias. A la película le cuesta tomar ritmo al principio, por la reiteración de los actos cotidianos. Toda esa pintura de costumbres presenta un humor sordo, gags absurdos y una crítica satírica a las tensiones que subyacen en esa convivencia forzosa entre judíos y palestinos, como la escena en que el hombre sale con su auto y mientras saluda a los conocidos a su paso los insulta por lo bajo, sin saltearse uno solo. La presencia del cigarrillo es permanente –también como en los films de Iosseliani–, y lo mismo sucede con la constante amenaza de la muerte.

El film tiene como subtítulo Crónica de amor y dolor. Esa tremenda conjunción se agudiza hacia la mitad de la película, cuando las agresiones cotidianas se tornan más feroces: al tiempo que la violencia vecinal deviene explosiva, aparece un personaje –el mismo director Suleiman– que acompaña a su padre en el hospital. Cuando no está junto al enfermo, acude a un terreno de estacionamiento junto al control militar entre Jerusalén y Ramallah. En esa limitada zona de nadie se producen los encuentros con su novia, quien obviamente vive del otro lado, y ambos pasan las horas juntos en su coche unidos en una larga caricia, sin decir palabra. En realidad, el hombre no habla en toda la película, casi no pestañea y su expresión patéticamente hierática no se modifica. Al mismo tiempo, con economía de gestos autorreferenciales, nos habla de la construcción del film. Rodeado de cartelitos cuidadosamente adheridos a la pared, el director/personaje parece mostrarnos el proceso de (des)estructuración de la película, armada con múltiples unidades narrativas.

La tensión alcanza su grado máximo cuando los amantes son testigos de los abusos y arbitrariedades que cometen los soldados israelíes en ese espacio de poder que representa la frontera, generando situaciones efectivas de dominación. Entonces el realismo cede paso a la fantasía, en sorprendentes escenas surreales que resultan las mejores del film, por su inventiva, su delirio subversivo y su plasticidad. Es esa intervención divina la que los hará libres. Pero no arruinemos la sorpresa.

De cómo hacer cine político con ambigüedad e inteligencia.

Josefina Sartora      


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