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LA LEYENDA DE 1900
(Legend Of 1900)

Estados Unidos, 1998


Dirigida por
Giuseppe Tornatore, con Tim Roth, Pruitt Taylor Vince, Clarence Williams III, Bill Nunn, Mélanie Thierry, Easton Gage.



Giuseppe Tornatore nos cuenta con su italianidad –¡pero esta vez con los actores hablando inglés!– otra fábula de un barco que se hunde con sus secretos. Como el Titanic, pero no por fatalidad sino por arbitrariedad. Por la voluntad de aquellos que no le deben nada al Virginian, un buque oxidado y maltrecho, que al fin y al cabo ocupa demasiado lugar y es mejor dinamitarlo. Pero ahí adentro, sin haber puesto jamás un pie sobre la tierra firme, yace y vive el Mil Novecientos del título. Otrora un niño sin identidad, abandonado por algún pasajero de primera clase, después –entre los vahos del realismo mágico– un pianista "visceral" encerrado en la inmensidad del barco, muy seguro frente a las precisas ochenta y ocho teclas de su piano. El que lo quiere salvar del anonimato es Max Tooney (el bonachón de Pruitt Taylor Vince), quien oficia de narrador de la historia. Trompetista que desertó del barco en 1933, amigo, consejero y redentor de Mil Novecientos, Tooney también conoce los secretos más recónditos de este jazzista recoleto que eligió no dejar la nave porque "la tierra es un perfume demasiado bello, no sabría que música hacer... tiene infinidad de teclas".

Como un engranaje mismo del barco, esta criatura forma parte de la historia del gigante inanimado y las historias de sus viejos tripulantes son su material de inspiración. Todo lo que tiene Danny Boodman T.D. Lemon 1900 –ese es su nombre completo, con el que lo bautizaron entre las poleas y los sudores de la sala de máquinas– son esas eternas noches en el océano que sacude al Virginian, esa insondable desconfianza hacia la infinitud de la tierra, ese talento compositivo con el que descuella cada noche. Talento ante el que admitirá ser vencido –luego de un largo duelo jazzístico– el contemporáneo pianista negro Jerry Roll Morton (Clarence Williams III). De él nos dirá, pedante, 1900: "es como una mujer acariciando seda; acarició esas notas, no las tocó". Irreverente y circunspecto, Mil Novecientos (Tim Roth) es un personaje criado a imagen y semejanza de la imprevisibilidad del océano, de su carácter cambiante. Todas las rutas que anda y desanda son los pasillos entre camarotes; proa y popa son su cielo e infierno. Todo lo que sabe de afuera lo conoció a través de la mirada de otros. Es el narrador quien rearmará el rompecabezas para cerrar el círculo, recuperando la identidad de 1900 y contándonos –como a los que van a volar en pedazos el barco– la historia de alguien a quien la vida le pasó de largo. Pero a todo esto ya lo vimos en algún lado.

Tornatore pone al trompetista-narrador en el papel del adulto protagonista de Cinema Paradiso (su film más famoso) que se reencontraba con la sala de proyección de su infancia en ruinas. Las cenizas de aquellos seis años en los que Max Tooney absorbió el océano junto a 1900 son las que, de idéntico modo, desatan su nostalgia. Lástima que la aplastante solemnidad del discurso y la invariable previsibilidad de los diálogos agoten las pocas salidas irreverentes que parecían asomar entre líneas. El tono típicamente melodramático de Tornatore impide que una historia en principio interesante, con final trágico a lo Titanic, despegue del no menos típico "ritmo" de las épicas televisivas. Con varias pizcas de demagogia, con recargados parlamentos de despedida y una explosión que se veía venir a la distancia. En el mejor de los casos, de aquí nos llevaremos el feliz recuerdo de bellas melodías creadas por el prolífico Ennio Morricone.

Karina Noriega      


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