Hubo antes otro 11
de septiembre, mucho más trágico, pero con menos marketing histórico. Aquel
día de 1973 fue derrocado el gobierno democrático de Salvador Allende en
Chile. Allende resistió en el Palacio de la Moneda los embates facciosos de
Augusto Pinochet y su ejército, y terminó suicidándose. Este hecho es una de
las tantas bisagras de la Latinoamérica de los 70'. Esa que se sumió en la
más absoluta de las oscuridades. Machuca retoma esos episodios, desde
el antes y el después, a través de la relación sentimental de tres niños de
diferentes clases sociales. Y lo hace con una ternura inusual, alejándose
del panfleto facilista, pero sin evitar una mirada política. Aunque a juzgar
por ciertas decisiones de puesta en escena, la mirada podría ser tildada de
pop-lítica.
Por un
lado tenemos a Gonzalo Infante (Matías Quer), un pelirrojo de familia
acomodada, y por el otro a Pedro Machuca (Ariel Mateluna), que vive en una
villa y anda siempre acompañado por su prima Silvana (Manuela Martelli).
Ellos tres serán el eje central, que el director Andrés Wood utilizará como
alegoría de la lucha de clases, aunque sin transformarlos en marionetas de
sus opiniones.
El
conflicto del film, en los días previos al golpe de estado, llega cuando un
cura progresista decide, como "experimento" social, incluir chicos
carenciados en los diversos cursos de un colegio religioso. Si bien esto
permitirá que Infante y Machuca se conozcan, a la vez será el germen de una
violencia que se revelará atroz.
La
claridad expositiva es una de las virtudes de esta película chilena, y lo
que la transforma en una obra de fácil visión, que no es lo mismo que
simplista (aunque muchas veces recurre a la simplicidad para hablar de los
"grandes" temas). Machuca está construida sobre los cimientos de una
narración bien clásica, por lo que obviamente la relación de ambos jóvenes
no será de lo más fluida al principio, para luego transformarse en una
amistad férrea y singular. Los pibes se acercarán a sus respectivos
presentes en forma de sueño. Aunque siempre prevalecerán los ojos extrañados
de Gonzalo Infante –su gris melancolía es el túnel por donde el film
transita (in)cómodamente–, quien se abrirá a un mundo nuevo, uno que nunca
imaginó, lleno de privaciones, pero repleto de sentimientos, sensaciones y
experiencias. Como aquellos besos con leche condensada que se prodiga el
trío de púberes en uno de esos momentos cinematográficos para atesorar.
Gonzalo es la representación más certera del hombre chato de oficina en su
mismísima concepción.
Las
realidades de ambas familias sirven de contrapunto, aunque la mirada se
concentra mayormente sobre las acciones de los Infante, cuya madre es una
careta conservadora y el padre un hombre de visión más progresista. Y si
bien no hacen demasiada mella en el transcurrir de la historia, se nota que
la frescura con la que el director consigue retratar a los chicos se pierde
cuando el mundo de los grandes prevalece. Allí se ven las cartas y las
intenciones, se redunda en elementalidades, y lo político resulta trillado
(las manifestaciones, la reunión de padres en el colegio son claros ejemplos
de ello).
Pero
afortunadamente el autor sabe lo que quiere contar y tiene un amor
incondicional hacia sus materiales, y una confianza ciega en su historia; la
historia de Pedro, Gonzalo y Silvana. Lo inteligente es que logra dividir la
superficie del film y contar a partir de los chicos y no desde ellos.
Es decir, lo político nunca será puesto bajo el punto de vista adolescente,
no se tratará de ver cómo los nenes apre(h)enden y deducen el contexto, sino
que será un territorio donde se moverán hasta que puedan, y recién allí
asimilarán los cambios. Que llegarán, y de manera despiadada, como ocurre en
la realidad. El final resonará como un amargo paso a la adultez, temprano y
brutal. Y si las cosas no resultan mucho más crudas es porque el director
opta por un tono de melancolía pop, lo que se resume en canciones, en
situaciones ligeras y en una exteriorización de lo romántico como bálsamo
inmejorable para paliar maltratos.
Andrés
Wood, quien pasó por el último Festival de Mar del Plata con esta cinta,
reconoció que en su país recibió críticas desde ambos lados. Los de
izquierda lo tildaron de tibio, los de derecha de políticamente correcto.
Puede que las dos posturas sean ciertas, pero también es verdad que el film
no tiene por qué dejar feliz a ninguna de las partes. Las decisiones
políticas del director están a la vista; derivan de su necesidad de
transitar por caminos narrativamente clásicos para entregar un producto
claro, directo y eficaz. Sus métodos son deliberados: los conflictos se
suceden con un ritmo acorde, los picos dramáticos están bien distribuidos y
las emociones se van descubriendo con el tiempo necesario.
Pero no
es que Machuca sea un film estudiado y manipulador. Al contrario.
Habla del amor, las amistades, las traiciones, y lo hace evitando cualquier
tipo de golpe bajo (es cierto, sobre el final hay un par de escenas de más,
aunque justificadas por la lógica interna del relato). Lo que deja a las
claras que un cine industrial, profesional, de calidad es posible por estas
tierras. Lo demostró recientemente Fabián Bielinsky con El aura, y lo
reafirma Andrés Wood. Un cine propio, personal, hecho con nuestras formas,
sin caer en el miserabilismo ni la autoindulgencia. Un cine construido sobre
la relectura de su propia materia (hay aquí mucho de Truffaut), y que cree
en las imágenes como forma de expresión. Estamos ante una de las grandes
películas de 2005.
Mauricio Faliero
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