Mundo grúa es el primer largometraje del
argentino Pablo Trapero. Sus premisas, en un comienzo, parecen las mismas de Negocios,
un corto de 17 minutos que filmó en 1995. Contar una historia simple, de modo simple, con
personajes creíbles. Nada más y nada menos. Al principio Mundo grúa es menos.
Con el tiempo, se convertirá en algo más.
La historia es la de Rulo (Luis
Margani, actor no profesional), un gordo buenazo, sin un peso, cincuentón, padre
divorciado con un hijo adolescente a cuestas. Entre las changas y la desocupación, una
puerta se le abre cuando Torres, viejo amigo, lo introduce en el oficio de la operación
de grúas "T". La fotografía en 16 mm, granulosa, en blanco y negro, refleja el
sugestivo emblema de esos altos monstruos de metal, que parecen trasladar la poética del
legendario Avellaneda Blues de Manal ("... su lágrima de carga inclinan sobre el
Dock...") a un paisaje más urbano. Pero las grúas no serán precisamente amigas de
este hombre. Tras un entrenamiento de semanas, y en nombre de su obesidad, Rulo es
rechazado y humillado por la ART. Antes había conocido a una mujer (Adriana Aizemberg)
con la que había empezado a divertirse y entenderse como hacía mucho tiempo
no lo hacía. Acaso desde que tuvo sus quince minutos de fama como bajista de una banda.
Ahora, una nueva oferta laboral lo seduce... desde Comodoro Rivadavia. Dicen que otra
máquina, no menos robusta, lo espera como operador. Deberá dejarlo todo y atravesar 2000
kilómetros tras esa ilusión. No ofrecen garantías, pero tampoco tiene opciones a la
vista.
A Margani le sobra presencia
para el rol. Muchas veces, sin embargo, desafina. Resulta paradójico: Trapero apostó
fuerte por la naturalidad, básicamente planteando escenas flexibles, un poco a modo de
documental-ficción, abriendo el juego a la improvisación de los intérpretes. Esto
funcionó con los actores de carrera (Adriana Aizemberg; Daniel Valenzuela,
que está estupendo como Torres) y con algunos no profesionales, pero a Margani lo llevó a
recostarse en frases y gestos que arrastra como tics desde que fue protagonista de Negocios.
Sus "y bue...", "qué vas a hacer...", "dejame de romper las
bolas..." quiebran la fluidez, desvían la atencion en demasiadas ocasiones. Como si
se hubiera quedado sin letra. Algo parecido ocurre con Claudio, su hijo en la ficción, y
el problema se potencia en las secuencias jugadas entre ambos.
El tramo en Buenos Aires se hace largo,
como si la letanía de las grúas se le fuera contagiando al film. Una vez en Comodoro, en
cambio, las imágenes se impregnan de la fuerza y la tragedia de la propia
situacion. Allí Margani hablará cada vez menos, pero dirá más. Acabará
siendo otro fantasma, cercado en ese espacio vasto, calado por un frío inabarcable,
oprimido por los engranajes que parecen apurar la muerte de su paciencia eterna.
Guillermo Ravaschino
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