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EL NADADOR INMOVIL

Argentina, 1999


Dirigida por Fernán Rudnik, con Diego Starosta, Ramiro Starosta, Daniela Podcaminsky, Guadalupe Pérez García, Valeria Narváez.



Entre las primeras cosas que se ven hay dos paquetes de Particulares 30 y una cajita con 40 fósforos Fragata. No es casualidad. Estos no son tiempos de Particulares y fósforos sino de Marlboro y encendedores descartables; de películas más o menos sobreproducidas, en las que las peripecias siempre llevan la voz cantante. No es el caso de la opera prima del argentino Fernán Rudnik. Que carece de diálogos y a falta de peripecias, es decir de conflictos narrativos palpables, invita a seguir el derrotero de su silencioso protagonista (al que llamaremos Salva, ya que así figura en la ficha técnica, aunque nadie pronuncia su nombre jamás).

Que El nadador inmóvil no contenga diálogos no implica que sea una película muda. Por el contrario, hay un muy elaborado trabajo de sonorización (a cargo del músico Jorge Haro, un experimentador de lo más experimentado en la materia). Y lo que se oye nunca coincide exactamente con lo que se ve. Antes bien, lo comenta. Fondos de máquinas industriales, "frituras" como de tocadiscos, el traqueteo de un tren o el ruido de un inodoro entremezclado con la lluvia se codean en la banda de sonido con elementos más convencionales, como las cansinas melodías de un violoncello y suaves tonos de eso que se tiene por "música electrónica". Es un cóctel sugestivo, aunque no termina aquí, ya que la maestría de Esteban Sapir para la fotografía en blanco y negro vuelve a traducirse en planos contrastados, cielos plomizos y un aire ciertamente surreal, que hace que el Tigre y Parque Patricios, que son los territorios entre los que pendula el relato, remitan a otro mundo. O más precisamente a otro país, que se parece en algo a la Argentina. Este extrañamiento hace de El nadador inmóvil un film especialmente apto para el ejercicio de la contemplación. Los lugares que aparecen no dejan de ser familiares: el Planetario, la cárcel de Caseros, el colegio Nicolás Avellaneda (que se parece a tantos otros), la cancha de Huracán. Es el modo en que aparecen lo que los convierte en otra cosa. Y en este punto la fotografía y la sonorización se asocian con el montaje (encuadres fijos, tiempos apasibles) para redondear una mirada. No es poco.

La pregunta es: ¿alcanza? Sí y no. Por más anticonvencional que sea, el argumento está. No habrá peripecias, y ni siquiera "acción" en los términos corrientes, pero abundan las acciones. Puede verse a Salva ejerciendo su oficio –es pintor de brocha gorda–, esperando el colectivo, compartiendo una cerveza con su amigo, fumando, conversando ocasionalmente con alguien. O contemplando silenciosamente el universo. Una suerte de peligro acecha a El nadador inmóvil por este flanco. No está muy claro si habla del hartazgo, del desgano y la resignación... o si son esos algunos de sus propios rasgos. Es que al aspecto dramático le falta esa mirada que era tan palpable desde lo formal. Esto apura otras preguntas que no pueden ni deben responderse. Y que cuando todo marcha bien, ni siquiera deberían formularse. La más típica: ¿qué quiso decir?

Guillermo Ravaschino      


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