Como le sucede a
Malaussene, personaje principal de la saga del escritor francés Daniel
Penacc (“La felicidad de los ogros”), Akira tiene una madre irresponsable,
algo infantil y divertida, que cuando conoce a un nuevo hombre desaparece y
lo deja a él, el hermano mayor, al cuidado de los demás niños. Pero las
semejanzas con esta serie se terminan tan pronto como empieza a agotarse el
dinero que ella les dejó, y que Akira, con sólo doce años, administra
concienzudamente. El chico recurre por ayuda a algunos ex novios de su madre
(uno de ellos quizá sea el padre de una de sus hermanas), pero no piensa ir
a la policía. Quiere evitar a toda costa que los separen. Para complicar
todo aun más, en el edificio en que viven no se admiten niños pequeños, por
lo que los tres menores viven allí de contrabando. Por miedo a ser
expulsados como la última vez, tienen prohibido salir de la casa: ni
siquiera pueden asomarse al balcón.
Cuatro niños que
viven solos, sin supervisión de ningún adulto, es la premisa que el director
japonés Hirokazu Kore-eda (After Life) presenta y explora hasta las
últimas consecuencias, sin eludir las más dolorosas. Al comienzo se anuncia
que la película está basada en un caso real. Sin transitar jamás por caminos
previsibles y sin acercarse al melodrama ni al golpe bajo, Kore-eda articula
la narración a través de la utilización de elementos mínimos (el tendedero
de ropa, el pianito rojo, un esmalte de uñas, una maceta improvisada, una
silla rota) y el registro de las sensaciones de sus protagonistas. Con la
misma sensibilidad pinta los vínculos entre los hermanos y sus ilusiones,
sus miedos, la ansiedad de esperar que mamá regrese. Del mismo modo que el
aspecto de los personajes cambia, la transformación que sufre el pequeño
departamento lo expone como si se tratara de un personaje más.
Nadie sabe
explora la
fantasía infantil de desligarse de los padres por completo, como expresión
de la libertad absoluta: una situación que en principio puede parecer hasta
idílica, pero que estalla cuando aparece la mirada de terceros (los otros
chicos del barrio), y se hace cada vez más desesperante a medida que el
abandono se profundiza.
El peso de la
narración recae sobre Akira, interpretado por Yuya Yagira (el primer actor
japonés y el más joven de todos en ganar la Palma de Oro en el Festival de
Cannes), quien realiza una transformación admirable, de niño juicioso a
adolescente semi-salvaje, o adulto prematuro al que las cosas de su edad
(escuela, amigos, deporte) le han sido negadas.
Al finalizar, la
sensación que persiste es la de haber pasado mucho tiempo junto a estos
personajes, que se hacen memorables y cercanos. (Da escalofríos imaginar lo
qué podría haber hecho Hollywood con este mismo material. Aunque quizás haya
una lacrimógena remake en preparación, y lo sepamos pronto.)
María Molteno
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