No es casual que este film semi-experimental, pretensioso, parcialmente interesante por el
lado visual, haya sido producido por David Lynch. Nadja arranca deslumbrando,
como la mayor parte de los films dirigidos por Lynch (ahí está Terciopelo azul,
su mejor cosecha, que redondea una formidable... primera mitad), y se va apagando sin
prisa ni pausa hasta promediar. Los últimos veinte minutos son oscuros sin ton ni son,
aburridos, masoquistas.
La acción vuelve sobre el transitado
tema de los muertos vivos. John Carpenter lo retomó hace poco con Vampiros, un
film estupendo (linkeado al pie). Pero el de Michael Almereyda no ofrece absolutamente
nada nuevo bajo el sol. Ni a su sombra. La mayor parte de la historia transcurre
naturalmente de noche. Arranca vigorosamente en Nueva York, con el asesinato del
mismísimo conde Drácula a manos del no menos sempiterno Dr. Van Helsing (animado por
Peter Fonda con aspecto de hippie y modales psicopáticos). Y culmina en una versión de
Transilvania que es lo más parecido al viejo tren fantasma del Ital Park. Esto es: quiere
dar miedo pero provoca risa.
En el medio hay un farragoso trámite
protagonizado por los hijos gemelos del conde: Nadja (Elina Lowensohn) habla con acento
centroeuropeo y consume cada minuto de su no-vida con tanta melancolía que recuerda al
vampiro animado por Klaus Kinski para Werner Herzog (Nosferatu, 1979), el muerto
vivo más triste de la historia. Nadja debe ser la más bella. Edgar, en cambio, es
previsiblemente fiero y ominoso. Revelar otros datos de la trama no es tarea fácil,
habida cuenta de lo enrarecido y confuso de su desarrollo. Que mecha, anticipado está,
impactantes tomas cinematográficas con otras provenientes de una videocámara de juguete
(siempre en blanco y negro), humo, niebla, espejos, filosofía barata, gritos y susurros y
un sinfín de ingredientes que ya no dan miedo ni risa, sino sueño.
Guillermo Ravaschino |