El juego como una
chispa, una instancia movilizadora que contagia y pone en marcha al ser en
su totalidad: así Walter Benjamin, en un ejercicio pleno de clarividencia,
prefiguraba el mejor acercamiento posible a una película como La nueva
gran estafa.
Es en el
juego narrativo donde el nuevo film de Steven Soderbergh (secuela de La
gran estafa, que también dirigió) encuentra su encanto y, quizá, su
único mérito. En el juego como forma de establecer una puesta en escena y
articular el relato. También como un modo de apartarse de reglas
preconcebidas tradicionalmente por los géneros cinematográficos. Su
naturaleza lúdica le otorga una libertad que de manera caleidoscópica va
mutando, desplegándose y evidenciando –una de las cosas más maravillosas del
cine– su inverosimilitud. Soderbergh no duda en utilizar elementos ya
conocidos en su obra: el dislocamiento temporal a manera de flashbacks,
los golpes de montaje, el uso rítmico de la banda de sonido, los cuadros
congelados, los planos secuencia y los seguimientos con steadycam.
Poco a poco la narrativa va decantando en un terreno que funde
autorreferencias, géneros, realidad, ficción y muchos caprichos (no en un
sentido peyorativo) para entregarse a un mero placer cholulo
prestidigitado por lo más cool del star-system.
El grupo
de Danny Ocean (George Clooney) funciona como una suerte de equipo campeón a
destronar, una banda de ladrones súper profesionales que pueden ser el
perfecto opuesto de aquel montón de vulgares y desafortunados rateros que
protagonizaban Bienvenidos a Collinwood, film en el que Clooney fue
actor y productor. La apropiación de dichos "laureles" es el objetivo de
François Toulour (Vincent Cassel), mejor conocido –claro que en el viejo
continente, que es donde la acción despunta– como “El Zorro Nocturno”.
Aprendido el legado de Howard Hawks, Ocean y los suyos se prestan (o mejor
dicho se deben prestar) a la competencia siguiendo a rajatabla su
propio sistema de reglas. Sistema que, como en gran parte del cine del
citado director, tiene como destino la consecución o recuperación de una
relación amorosa.
En La
gran estafa todo el atraco se montaba, amén de en la ganancia económica,
sobre la relación Clooney/Julia Roberts; ahora la tensión afectiva recae en
la dupla Brad Pitt/Catherine Zeta-Jones, algo más alicaída y mucho menos
interesante. Más allá de los protagonistas, estamos hablando de un guión
menos sólido y más confuso que su antecesor. Y esto va ligado a una
propuesta que no está tan obligada a lo genérico como la primera entrega
(constituida como una remake del film Once a la medianoche,
protagonizado por Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y otros
miembros del legendario "Rat Pack" de los '60). Ahora el propósito es menos
una continuación de aquella historia que un viaje entre viejos amigos por
Europa... con una película como excusa.
Lo
llamativo (y tal vez acertado) es que el film no niega esa naturaleza (los
guiños constantes y cierta inclusión sorpresiva de personajes tienden a
ratificarlo). A diferencia de directores como Robert Altman (cabe recordar
Las reglas del juego o Prêt-A-Porter), Soderbergh juega –otra
vez– con el status de celebridad y con las frivolidades que le son
propias. Lejos de la burla irónica y de la entronización absurda, el relato
se parece a un recreo multimillonario e itinerante del que muchos
quisiéramos participar. Amigos, está confirmado: el crimen paga.
Bruno Gargiulo
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