"La nuestra es una guerra
lenta: en Estados Unidos cada día muchas personas mueren de hambre o de
SIDA y por muchas otras causas prevenibles o evitables. Cada día, cuando
vuelvo a mi casa no soy la misma que al salir por la mañana", dice
una joven afroamericana en una habitación iluminada por tubos
fluorescentes. Ella y Doc (Paul Mc Isaac) se encuentran en una de las
megaciudades que une la Ruta Uno estadounidense. "¿Cómo hiciste
para sobrevivir tanto tiempo en un lugar como ese, sin las cosas que
tenemos aquí, sin saber el idioma, con gente tan distinta?" pregunta
a Doc otra muchacha, también de color. "No lo sé", responde
ella. Mientras Kramer –que también se encuentra allí, pero detrás de
cámara– estaba en París, Doc estaba en Africa, combinando su
militancia revolucionaria con el ejercicio de la medicina. "La
revolución me ayudó mucho –intenta explicar el médico–. Es algo que
te da fuerzas, y que está por encima del quehacer cotidiano. Después me
ayudaron las drogas y el alcohol."
Ambos (Kramer y Doc/Mc Isaac) se habían "exiliado"
voluntariamente de Estados Unidos en 1980, y diez años después
decidieron regresar para recorrer su país ("no digamos volver a
casa sino simplemente volver", acordaron) a través de una de las
principales arterias que lo atraviesan: la Ruta Uno, que une Fort Kent (en
la frontera con Canadá) con Key West, Florida, cubriendo toda la costa
Este. ¿Cuánto crédito debemos dar al pasado del protagonista del film
(y alter ego de Kramer)? Mc Isaac ya había trabajado en dos películas de
Kramer, Ice (1969) y Doc’s Kingdom (1987). En ambas
interpretó a este tal Doc, primero como un ciudadano que elige la vía
armada y luego como un viajero solitario por Africa y la capital
portuguesa, Lisboa.
Route One cierra entonces esta curiosa trilogía en la que la
ficción y el documental se combinan hasta desdibujarse, hasta
desvanecerse como categorías. Doc comienza el camino bañándose desnudo
en helados rápidos de frontera y leyendo a Whitman "que es la
América que amo, para poder enfrentar a esa otra que odio". En su
viaje bohemio con mirada militante, se cruzarán con predicadores
devenidos influyentes políticos de derecha, cinturones industriales
alucinantes en los que conviven la mayor de las pobrezas, la marginación,
la alta tensión étnica, la lucha de los postergados por conservar la
vida y la dignidad, la opulencia de unos pocos... con el peso de una
historia de tres siglos, repleta de héroes, pensadores, artistas,
víctimas y victimarios, cuyos rastros quedaron en museos y monumentos.
El documental de Kramer mete el bisturí bien por debajo del fresco del
país del Norte que pincelan las ficciones hollywoodenses. Ahí, a la
vuelta de la esquina en Boston, o en Miami, está ese gigantesco ejército
de reserva que pesca sardinas, prepara los tableros del Monopoly o da
forma a las baldosas de las veredas. Trabajan, sueñan, pelean, sufren,
crecen, mueren. Frente a esa realidad múltiple e inagotable, Kramer y Mc
Isaac eligieron el único camino posible: la contemplación, el dejar
"que las voces hablen". La "objetividad" es basura
burguesa así que, como siempre, vuelven a estar las voces de los
realizadores, bajo cuya mirada todos esos hombres postergados también
luchan una guerra lenta, ineludible.
Doc llega a dejar atrás a la cámara en uno de los tramos. Pero viajar
es un deber y una necesidad, así que la cámara seguirá su epopeya
solitaria, hasta reencontrar a su compañero. Más allá de estos
malabares, quien en los ‘60 elaboraba inflamados panfletos audiovisuales
ahora (el film es del '89) opta por hablarle al espectador a partir de
encuadres más prolijos sobre lo cotidiano. Después de cuatro horas y
media de metraje y tres mil kilómetros recorridos, no queda nada por
decir: no hay discurso de cierre ni juego conceptual de imágenes; sólo
el atardecer gris de una playa cruzada con cemento. Los bordes del imperio
industrial.
Máximo Eseverri
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