Cambia, todo cambia. Hasta las recetas para edificar un bodrio cinematográfico cambian.
Hace medio siglo alcanzaba con montar un largo romance lacrimógeno, fotografiar
imponentes escenarios naturales como telón de fondo y cerrar trato con un par de stars.
Hoy, además, es necesario incorporar ciertos temas de fondo cuantos más,
mejor y tratarlos con la ligereza que hizo famosos a los manuales Kapelusz.
Observando al pie de la letra, eso sí, el decálogo de la corrección política. Siete
años en el Tibet cumple con todos los requisitos.
Inspirado en la autobiografía de Heinrich Harrer, el
film de Jean-Jacques Annaud (El amante, El nombre de la rosa) arranca en las
altas cumbres del Himalaya. Corre 1939 y Heinrich (Brad Pitt) se dispone a desvirgar
la cima del Nanga-Parbat en nombre del orgullo hitleriano. Una frase del
propio Annaud da una pauta del segmento alpino de
la producción: "un montañista es un egoísta que da cualquier cosa por llegar a una
cumbre difícil". Pero estalla la segunda guerra, y el "egoísta" cae en
manos de los ingleses, amos de la India por aquellos años. Previsiblemente, Heinrich
empezará a templarse en la solidaridad y otras cuestiones en el campo de prisioneros
Dahra-Dun. Para entonces nace Rolf, su primogénito, y el intercambio epistolar sugiere
que su esposa se ha enamorado de otro.
Hasta aquí Siete años en el Tíbet es poco
más que una comedia leve. Fugados de los ingleses, Heinrich y su colega Peter (David
Thewlis) se pasean por los techos del mundo como Panchos por su casa, aunque no tienen
dinero ni comida. En esto están como la película, que vaga sin rumbo tras una hora larga
de proyección. Pero llega cierto invierno (el sexto) y las cosas empiezan a encaminarse.
¡Para qué! Comienza un nuevo film dentro del film, destinado a ensalzar las virtudes del
budismo con los peores vicios hollywoodianos. Lhasa, nada menos que la ciudad prohibida
del Tibet, no sólo acoge a los foráneos sino que se adapta a ellos. Les consiguen ropas fashion,
les hablan en inglés (o en "alemán", porque todo está dicho con acento),
ungen a Pitt como primer consejero del Dalai-Lama, un niño de 6 años al que toma de
hijo... con todas las alegorías correspondientes.
Esta etapa, que por momentos puede verse como una
caricatura pretenciosa de las aventuras de Tintín, no se priva de convertir a Pitt en un
superhéroe de cartón: el carilindo arreglará automóviles, construirá una radio y un
microcine, educará al Dalai, será un agrimensor eximio... Todo parece too much
cuando, ya convertido en prócer, Pitt logra que los monjes bailen el twist. Y sin embargo
hay más. Llegan los generales chinos. Petisos, gordos, con cara de perro y peores
modales, vienen de parte de Mao para arrasar con todo. Ni los años más duros de la
guerra fría se permitían villanos de trazo tan grueso. En fin: sépase que los años son
mucho más que siete, y que el paseo turístico no termina aquí. Culminará mucho
después, a caballo de un happy ending como Dios manda, con el arrepentimiento, la
redención, el orgullo y otros sentimientos plenos arriba de la montaña. Y eso que en la
cumbre no hay mucho espacio.