Solo contra todos es un film durísimo. Escrito, dirigido, encuadrado y
compaginado a lo largo de cuatro años por el argentino Gaspar Noé (radicado en Francia
desde 1976), se diría que su título refleja antes que nada esa cuádruple y esforzada paternidad,
que lo perfila como el dueño de una voz original, muy personal, de esas que surgen cada
tanto.
El film viene presidido por una
introducción en la que una serie de fotos fijas enmarca la historia relatada por una voz
en off. Como collage es brillante: las fotos no "ilustran" o redundan
sino que complementan a las palabras, ampliando su alcance y significación. El tono es
grave. Hablan de un hombre que soñaba con convertirse en carnicero y lo consiguió. Hasta
montó su propia carnicería en alguna calle de París. Pero la suerte le duró poco. Fue
abandonado por su mujer y marchó preso tras apuñalar a un joven falsamente sospechado de
propasarse con su hija. La hija fue a dar con sus huesos en un internado. El padre,
después de un tiempo, dejó una cárcel para ingresar en otra: tal cosa es Francia cuando
uno anda solo y sin un centavo en el bolsillo. Al término de la introducción ya sabemos
todo eso. Tambíen sabemos que ese hombre, el carnicero, será el anti-héroe al que
seguiremos hasta el final (la voz en off era la suya). Y no sabemos, pero sí olemos,
que su periplo será cada vez más trágico y sombrío.
La historia nos lleva a Lille, aunque
el nombre de la ciudad poco importa: la sordidez urbana está tan magníficamente
registrada por Noé, que se impone la sensación de que el lado oscuro, sucio y miserable
de las ciudades es el único habilitado para ciertas gentes. Los desocupados, parece decir
el film, ya no viven en tal o cual ciudad sino en la mugre y en la resaca de todas ellas.
Pero es a Lille adonde llega el protagonista junto a su nueva amante una gorda
desagradable, embarazada de varios meses y su suegra. El carnicero no disimula el
desprecio que le provocan estas mujeres y ni siquiera el embarazo, que es de su propia semilla,
logra conmoverlo. Una sola razón lo mantiene al lado de la obesa: la promesa de una nueva
carnicería financiada con sus dineros. Pero el plan fracasa y el protagonista vuelve a
quedarse solo. Más solo: no tiene otra compañía que un revólver con tres
balas, dinero para tres días y todo el resentimiento del mundo. Con ese bagaje vuelve a
París.
El carnicero habla poco pero nunca deja
de pensar. O más exactamente, de darse manija. Es esa voz interior monocorde y
torturante la que puntúa su descenso al compás de conclusiones lapidarias,
deshauciantes. El protagonista no ve la luz al final del túnel, sólo el túnel. En un
momento puede oírsele: "las relaciones humanas son un comercio infame"
(petit comerce). Es inquietante. Ninguno de nosotros suscribiría esa frase y, al
mismo tiempo, la voz en off del carnicero está tan poderosamente anclada en las
circunstancias que lo oprimen que su conclusión parece completamente lógica. Estamos
hablando de un hombre de cincuenta años, en plena posesión de sus facultades físicas,
pero mentalmente frágil (por lo menos). Y cada vez más degradado por la búsqueda de una
posición laboral. Un hombre que pide prestado a sus amigos, o ex amigos... gente casi tan
desposeída como él. No hay más que ver a este hombre contando moneditas (treinta
francos, veinte, diez...) o estimando las últimas equivalencias de su vida
(puede asistirse al momento en que sólo le queda resto... para un sandwich) para sentir
en carne propia esa espantosa cuenta regresiva. Este momento es el mejor del
film. Un instante silenciosa y serenamente desesperante, que merece el mote de bressoniano.
Muchas otras frases e ideas descabelladas, resentidas y hasta "fascistas"
cocinará la conciencia del carnicero loco, como ya empezaron a nombrarlo algunos
periodistas. Pero este hombre no es Jean-Marie Le Pen (líder del xenófobo Frente
Nacional y referente de la Derecha francesa) sino una víctima. Un proletario en el
sentido más absoluto del término: despojado de todo, incluida la humanidad. Y por
supuesto, la moral.
Algunos cartelones intercalados con la
acción (recuerdo uno: "AL FINAL LA MUERTE NO ABRE NINGUNA PUERTA") habrán de
evocar a los que tantas veces utilizara Jean-Luc Godard. Pero la sordidez, la crudeza, el
aturdimiento de Solo contra todos no encuentran demasiados precedentes en la
historia fílmica. Antes bien, ciertas instancias remiten a esa novela breve y gigantesca
que es El extranjero, de Albert Camus. Y casi todas las secuencias son portadoras
de una violencia sexual y/o emocional que está llamada a espantar a algunos. La de Gaspar
Noé es cualquier cosa menos una película "para toda la familia". Quedan
ustedes advertidos.
Guillermo Ravaschino
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