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LA VIDA SECRETA DE UN DENTISTA
(The Secret Lives Of Dentists)

Estados Unidos, 2002


Dirigida por Alan Rudolph, con Campbell Scott, Hope Davis, Denis Leary, Robin Tunney.



Entre las cinco o seis razones que da el filósofo Tomas Nagel para explicar por qué la gente hace lo que hace, una de ellas es: porque ya empezó a hacerlo. Se quiera o no, comenzar a hacer algo es –muchas veces– una de las razones para seguir. Esta premisa parece cumplirse al pie de la letra en el caso de David Hurst (Campbell Scott), el personaje central de La vida secreta de un dentista, un dentista casado con otra dentista, con tres hijos y que, viviendo en una casa enorme y siendo poseedor de su propio consultorio, prefiere no concentrarse demasiado en el deterioro que está mellando su vida e intenta superar una crisis matrimonial haciéndose un poco el boludo. Haber luchado tanto para conseguir la vida que tiene (ocho años de universidad, prestamos bancarios, etc.) es la mejor razón que encuentra para mantenerla. Lo demás es inercia.

De esta inercia se vale la película para mostrarnos la vida de un, o más bien de dos dentistas, que de secreta tiene poco y nada. Quizá lo secreto remita, simplemente, a lo íntimo, a lo que excede el ámbito del consultorio. ¿Qué pasa con los dentistas cuando no están hurgando entre dientes? ¿Los dentistas son necesariamente perversos? Desde el comienzo queda claro que no: los dentistas también son seres humanos y muchos (como el del film) llevan una vida promedio.

Este, por ejemplo, vive en un suburbio relativamente importante de los Estados Unidos y es el centro indiscutible de la historia. Sabemos todo a través de él, en primer lugar porque es suya la voz en off que puntúa por momentos al relato: disertaciones sobre su profesión y sobre la similitud entre los matrimonios y las dentaduras. Conocemos, a su vez, parte de su pasado, ilustrado por un par de flashbacks de sus recuerdos más felices; sus miedos (imágenes de su esposa, como perra en celo, participando en un trío); sus fantasías (su esposa y la joven ayudante de David, en plena cópula). Estas imágenes digresivas, a contramano del naturalismo-base del film, se nutren de una textura áspera, una iluminación prolijamente descuidada, muchas de ellas están ralentadas y algunas hasta vienen acompañadas grandilocuentemente por música de ópera.

Por último, tenemos acceso también a una suerte de alter algo del dentista (un tal Slater, interpretado por Denis Leary), un paciente bien macho: maleducado, entrometido y misógino, acompaña a David durante buena parte del film (y nadie, exceptuando al protagonista, puede verlo), brindándole consejos (por ejemplo, que mate a su esposa), reprobando sus cobardías y aplaudiendo sus osadías. La representación de la esquizofrenia light a través del desdoblamiento del personaje central es un recurso francamente trillado (se utilizó, por ejemplo, con otros matices pero de forma similar en Una mente brillante y en El ladrón de orquídeas), síntoma de la pereza narrativa de la que tantos directores actuales son víctimas: enunciar en vez de insinuar. Personalmente, sospecho que este alter ego no es más que un agregado de último momento, un esfuerzo para sumar un poco de interés y de vuelo a una película que no termina de arrancar. En rigor, que sea o no una decisión de último momento es lo de menos. Lo alarmante es que deja esa sensación.

Sería injusto, de todos modos, no mencionar algunos de los aciertos de la película. Yo me voy a quedar con dos. La representación de los hijos del dentista se aleja de la representación típica de niños. En vez de ser lindos, dulces y traviesos-pero-adorables, son insoportables: patalean, lloran, chillan y hasta pegan y vomitan. Los chicos, por una vez, son como chicos, lo cual nos retrotrae a Philip Seymour Hoffman confesando un poco avergonzado, en State And Main, que a él "los chicos no le dicen demasiado". A dicha virtud se le suma una secuencia muy bien lograda cerca del final del film. La familia está sumida en una especie de fiebre colectiva: todos enfermos, sudados, sufriendo alucinaciones. El film, formalmente, emula esta enfermedad familiar por medio de una iluminación brillante, planos torcidos y el show musical móvil que brindan, de forma sensualmente grotesca, Slater en el saxofón y la ayudante de David (vestida súper sexy y cantando con suma sensualidad), conformando un tono alucinatorio-pesadillesco.

Este no es el único cambio de tono en una película que no mantiene –a veces para bien, a veces para mal– una coherencia formal demasiado rígida, cuyos vaivenes parecen ser más el fruto de insuficiencias narrativas que de una apuesta estética fuerte y bien pensada. Escenas de la vida conyugal con toques de humor negro y escatológico; un tono naturalista que va y vuelve, mutando a piacere; una serie de leit-motivs inconducentes (él quedándose dormido en cualquier lado, el televisor mostrando tragedias ajenas mientras ellos viven su crisis propia); una casa que está iluminada como si fuera un telo; música funcional monocorde más digna de ascensor –o de sala de espera– que de película, y, desparramados y audaces, algunos aciertos. Es extraño, pero fallida como es, La vida secreta de un dentista resulta una apuesta más interesante que casi todo lo que ofrece la cartelera actual.

Ezequiel Schmoller      


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