Siglo XX, principios de la década del '90. Después de treinta años, un escritor colombiano regresa al paisaje de su
infancia. No es cualquier escritor sino Fernando Vallejo, uno de los más
revulsivos, iconoclastas e irreverentes de su país. No es una ciudad
cualquiera sino Medellín, ese templo de la cocaína que hizo famoso al
difunto narco Pablo Escobar. Uno de esos territorios en los que
"la vida no vale nada" dejó de ser una idea cursi, o el verso
de una canción, para transformarse en la frase que expresa con
precisión –fría, matemática– las alternativas cotidianas. El mayor
mérito de La virgen de los sicarios está en el rigor con que el
director Barbet Schroeder (Mujer soltera busca) logra reflejar ese
estado de las cosas, en su verosimilitud. Claro que, en este
contexto, la verosimilitud es una muy poderosa palanca, el vehículo de
una andanada infernal, paradójicamente surrealista.Lo que ha hecho Schroeder es
apoyarse en la novela autobiográfica del propio Vallejo (una historia
real que se convirtió en best seller y que este mismo escritor adaptó
para la pantalla), concentrarse en unos pocos personajes y en una trama
sencilla, aunque de mucho espesor. La trama es doble. "Romántica"
por un lado, dado que Vallejo, que además es homosexual, al arribar a
Medellín se encajeta con Alexis, un adolescente al que conoce en
un prostíbulo, y se lo lleva a vivir con él. Socio-existencial por el
otro, ya que todo transcurre en Medallo (uno de tantos motes que le
han puesto a Medellín; el otro es Metrallo, por las ráfagas de
mini-uzi que se acoplan naturalmente al murmullo urbano). Y si en Medallo
la vida no vale nada es, entre otras cosas, porque buena parte de los
jóvenes se desempeñan como asesinos mal pagos de los zares de la
cocaína. Alexis es uno de ellos.
Voy a permitirme una digresión
antes de continuar. Es posible, y hasta probable, que la Medellín real
sea mucho más hermosa, e inmensamente menos sórdida, que la que pinta
Schroeder. Lo que importa, en todo caso, es que la de Schroeder se impone
como tal. Y que no es la razón ni la explicación, sino el vehículo, de
los temas que expone el film.
Entre los rasgos más penetrantes de
La virgen de los sicarios está la efectiva combinación de la
materia puramente ficcional (es decir, actuada) con un registro de índole
documental. Se filmó con cámaras digitales en la mismísima Medellín, y
les puedo asegurar que la muerte se huele por todos lados. Muchos de los
sicarios son verdaderos chicos de la calle, como así las iglesias,
esos raros templos adonde hincarse a rezar o vender y consumir bazuco
son tareas indistintas. Sobre la tensión docu-dramática se montan muchos
otros contrastes. Los sicarios corporizan otra metáfora: la de ángeles
de la muerte. Siempre van de a dos, montados en veloces motocicletas
desde las que disparan a sus víctimas para luego fugar con inédita
rapidez. Son poco más que niños y matan (y mueren) sin conflictuarse,
sin percibirlo casi. Vallejo no es ningún niño –va para los cincuenta–,
pero luce tanto o más insensibilizado que los sicarios. Estos cayeron
por obra y gracia de la marginación y el consiguiente embrutecimiento
intelectual (oportunamente complementado por la adicción a las zapatillas
rebook y los minicomponentes Aiwa); el escritor por la vía opuesta: es
culto y consciente pero, a la vez, insuperablemente cínico, oscuro,
escéptico. Como si el conocimiento lo hubiese condenado a una impotencia
amarga, irreductible... reaccionaria incluso. A poco de llegar dice:
"La vida es muy corta y cuando menos lo pensamos este negocio se
acabó. Estoy viviendo horas extras, vine a morir aquí." Poco
después le oiremos comparar a los pobres... con las ratas. Lo que le
sobra a Vallejo es dinero. Esto le permite hacer de sus días una especie
de paseo permanente, sin rumbo ni planificación, acompañado por su
niño-amante. Dos muertos vivos, se diría, vagando por las calles de
Medallo.
Hay momentos en los que el personaje
del escritor (muy bien compuesto por el actor colombiano Fernando
Jaramillo) peca de verborrágico: "ya nadie vale nada...",
"la gloria es una estatua cagada por las palomas", "cuando
la humanidad se sienta en sus culos a ver a 22 tipos corriendo detrás de
una pelota estamos jodidos" y otras frases redundan al lado de
imágenes que, antes y después, expresan aquello mismo con mayor
contundencia. Especialmente si se tiene en cuenta que Vallejo no tarda en
asumir rasgos marcadamente desagradables, que complican la identificación
del espectador. Pero la lógica y la potencia del film terminan
subordinando a este hombre a las imágenes... y a otros sonidos
más apropiados que las palabras.
Las canciones a todo volumen que
escuchan sicarios y taxistas, por ejemplo, llegan a encarnar otra cadena
de metáforas contrastantes: como si de la música al aturdimiento no
hubiera más que un paso, y ese paso se zanjara inevitable,
irreversiblemente en Medellín. Los fuegos artificiales también asumen la
naturaleza de un símbolo arrollador, toda vez que cierta noche, desde el
balcón de su departamento céntrico, Vallejo y Alexis los ven surcar el
cielo esplendorosamente. Lo que se celebra, hace saber el chico, es que...
acaban de colocar otro cargamento de droga en Estados Unidos.
La virgen de los sicarios
renuncia a moralejas imposibles, fáciles, y esta es una de las cosas que
la ponen muy por encima de Hombres armados, la película de John
Sayles que, por lo demás, abordaba un tema similar. El film del iraní
(sí, Schroeder nació en Teheran en 1941, aunque muchos lo tengan por
europeo) se limita a abrir una ventana al infierno. El paraje no es
exactamente hermoso. Pero vale la pena asomarse.
Guillermo Ravaschino
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