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Alfred Hitchcock: 1899-1999


Papá cumple 100 años


Más allá del perfil gordinflón, del semblante impasible y grave generalmente realzado por rigurosos trajes negros ("los uso por dignidad", bromeaba, cuando lo hacía para promocionarse), Alfred Joseph Hitchcock, nacido el 13 de agosto de 1899 en Leytonstone, Inglaterra, debe ser lo más parecido a un libro abierto. Es el maestro del suspenso, desde ya, pero es un maestro del cine a secas, cuyos 53 films, concretados en poco más de medio siglo, constituyen uno de los cuerpos más provechosos y homogéneos del arte de las imágenes en movimiento.

Su influencia fue y sigue siendo inigualable. Para bien y para mal, ha sido copiado, citado y homenajeado por miles de directores, muchos de los cuales no sólo se empeñaron en asimilar sus formas sino en rodearse de sus colaboradores más cercanos (empezando por el compositor Bernard Herrmann, cuyas partituras son un sello casi tan hitchcockeano como las imágenes del Maestro). Ninguno de esos directores, hasta la fecha, logró equiparar el sublime pulido de las formas que caracteriza al cine de Hitchcock. Una filmografía que, más que ninguna otra, exhibe esa esencia formal en cada una de sus manifestaciones particulares. Estamos hablando del toque Hitchcock, claro. De unas pocas claves que vinieron de su mano (no hay mucho que decir sobre las influencias en Hitchcock). Y vinieron para quedarse. ¿En qué consisten estas claves? ¿Cuál es el secreto de su notable vigencia?

Por un lado está el denominado understatement, una suerte de desfase entre la superficie y el fondo de la acción. Lo que en la mayor parte de los films es esencia –el drama construido en mayor o menor medida por los diálogos– en Hitchcock es apariencia. La esencia suele ser presentida, y finalmente descubierta, por el ojo. Cito a François Truffaut (de su famosa biblia "El cine según Hitchcock"): "Supongamos que invitado a una reunión, pero en plan de observador, miro al señor Y, que cuenta a tres personas las vacaciones que acaba de pasar en Escocia con su mujer. Observando atentamente su rostro puedo seguir sus miradas y darme cuenta que lo que le interesa de hecho son las piernas de la señora X... Me acerco ahora a la señora X, que habla de la penosa escolaridad de sus dos hijos pero su mirada fría se vuelve con frecuencia para desmenuzar la elegante silueta de la joven señorita Z...". En esta escena lo principal –deseo de Y, celos de X– no está contenido en los diálogos. El cine de Hitchcock no carece de secuencias más o menos dialogadas y triviales, como ésta, necesarias para enlazar los momentos fuertes. Pero aun en ellas, la cámara sabe privilegiar (y el guión elaborar) esos gestos subyacentes, sutiles, que apuntan hacia otro lado. Y sostienen el suspenso. Tróquese la conjetura de Truffaut por la mayor parte de los diálogos entre el profesor Cadell y los dos jóvenes de Festín diabólico. La conversación puede ser más o menos trascendente (de hecho lo será cada vez más), pero el arcón con el cadáver no dejará de latir ahí, atrás, ni por un momento. Las apariencias, como en tantas instancias apáticas, hipócritas de la cotidianidad, tienen que ver con lo que se dice. La esencia, en Hitchcock, cobra las formas de un delicioso festín reservado para la vista.

O mejor, para la mirada. Hitchcock orienta, dirige, educa la mirada del espectador. Y le da trabajo. Un trabajo rigurosamente inducido por el montaje, pero trabajo al fin, necesario para sacar partido –es decir: emoción, vibración– a los planos y secuencias. La proverbial introversión y el espíritu conservador del Maestro se conjugaron con su talento en los momentos más memorables de su filmografía. Ahí está la "secuencia de la bañera", el fragmento individual más recordado de la historia del cine. ¿Qué hubiera sido de él sin la aversión de Hitchcock por los borbotones rojos? No hay casi gotas de sangre en ese, el primer clímax de Psicosis. La cámara –la mesa de montaje, en rigor– corta más y mejor que el cuchillo de la supuesta señora Bates. Y cada incisión es realzada por los compases de Bernard Herrmann (se empezó a hablar de "música de crímenes" a partir de entonces). El efecto no podría ser más devastador. Sugerir, antes que mostrar, nunca fue tan efectivo como en los films de Hitchcock.

Por el lado sexual, la moderación de Sir Alfred no dio frutos menos suculentos. Entre las soberbias secuencias de Vértigo –acaso el más contundente título hitchcockeano– está aquella suerte de strip-tease al revés protagonizado por Kim Novak a instancias de ese hombre (Jimmy Stewart) que quiere ver en ella a la difunta mujer de sus sueños. Y cada prenda que se pone encima la desnuda más. El arte de la insinuación también resplandece en La ventana indiscreta. Otra vez Stewart, aquí junto a Grace Kelly, y ese memorable primer beso a los quince minutos de comenzado el film. En sí mismo no es más que un inocente piquito. Pero Hitchcock hará de él uno de los besos más calientes, y tocantes, que haya dado la pantalla. Véase: los dos en plano proximísimo, a tal punto que sus dos medios planos hacen uno, como si encarnaran el consabido concepto de las "medias naranjas". El sonido de los labios al contactar, en principio débil, gana textura y espesor de unos muy tenues bocinazos que se dejan oír al fondo: nunca un beso sonó así en el cine... exceptuando al pornográfico. El oportuno y transgresor salto de eje (la cámara yéndose del otro lado del que se narraba la acción) refuerza el impacto con una desorientación fugaz, ubicando al espectador sobre el umbral de la ventana. Jeff, que no dejaba de espiar al prójimo, se convierte en observado. Y el público, en voyeurista del fisgón. Pero el banquete sobrevive al beso. La muchacha se retira para presentarse: "Leyendo de arriba a abajo", le dice a Jeff, "Lisa... Carol... Freemont". Y la cámara no se queda atrás. Lee a Grace Kelly de arriba a abajo –planos primero, medio y americano–, ensanchando exquisitamente el breve comentario de la actriz. He aquí otra de las claves del toque Hitchcock: el conjunto de los elementos fílmicos desplegados a pleno, para afirmar (como otrora para desmentir) la sustancia de los diálogos.

A esta altura no hay veta hitchcockeana que no haya sido explorada por la crítica. Entre las menos desmenuzadas, en cualquier caso, figura la relación entre las vigas maestras de la gramática del cine y las sempiternas leyes del "espectáculo", presuntas garantes del éxito comercial. Hitchcock demostró que unas y otras no eran los polos de una contradicción irreductible. Y las conjugó. Psicosis, el más taquillero título de su filmografía, es el primer film que se queda sin protagonista en la mitad de su desarrollo. Un soberano pito catalán a la todopoderosa "estructura de 3 actos", que prescribe una introducción, desarrollo y clímax para todo relato que se precie. A 47 minutos del comienzo, bañera mediante, tiene lugar el famoso twist. El público, que había sido virtualmente obligado a identificarse con la finada bajo la ducha, es forzado a emprender un nuevo viaje, ahora de la mano de Norman mosquita muerta Bates. Hitchcock se jactaba de haber dirigido al público antes que a los actores en Psicosis. Y con razón: sus interminables vueltas de tuerca constituyen el ejemplo más redondo de cómo una narración puede progresar en base a engaños y desengaños. Párrafo aparte merecería la miopía de la Paramount, cuyos ejecutivos creyeron ver en Psycho un proyecto condenado al fracaso: le retacearon fondos, decorados, personal (la mayor parte de los técnicos provenían del medio televisivo) y estuvieron muy cerca de frustrar su concreción.

Hitchcock siempre filmó con un ojo puesto en la taquilla. De ahí su proverbial, por momentos obsesiva, reivindicación del "entretenimiento", que enarboló por oposición a una serie de inquietudes (crítica social, por caso) que tal vez hubieran potenciado aun más ciertas vertientes de su obra. Pero jamás convirtió a esta consigna en la excusa para la demagogia que preside a la mayor parte de los films "de entretenimiento". Lejos estuvo de perseguir las supuestas, siempre inasibles "necesidades" del público que justifican a las iniquidades hollywoodianas. Se abocó, en cambio, al estudio y ejecución de los recursos fílmicos en la certeza de que en su rigurosa lógica, y sólo allí, reside la genuina expectativa de sacudir a la platea. Fue enemigo jurado de las encuestas previas, de las proyecciones de testeo y de todos esos artilugios que le han hecho tanto mal al cine... y tan poco bien a la taquilla. El arte de Hitchcock, en todo caso, es comercial en la medida en que su exquisita caligrafía nunca conspira contra la lectura superficial. Sí la consolida, proyectándola hacia nuevos y más fecundos horizontes.

La estructura de Psicosis, en este marco, no es más que uno de tantos gloriosos capítulos escritos por este hombre que se asomó gustoso a un puñado de desafíos poco menos que inconcebibles. Su primer largometraje en colores, Festín diabólico, es también el primero íntegramente rodado en un solo plano. La puesta en escena, impecable, y un delicioso guión teatral –confinado a un escenario único– se complementan con la asombrosa movilidad del punto de vista que la hazaña parecía reclamar. La ventana indiscreta está edificada en torno de una premisa inédita: sostener 112 minutos de thriller con todas las posiciones de cámara (exceptuando a un par, muy puntuales) entre las cuatro paredes de una habitación. Vértigo también está maravillosamente partida en dos: la caída de Madeleine la deja temporariamente sin protagonista femenina. Lo llamativo es que, aparentemente, tampoco quedan pistas para desenvolver la trama. Claro que una vez repuesto Scottie (sí: James Stewart), lo primero que verá es una señal de tránsito que dice "One Way", acompañada por una flecha. Texto y subtexto, una vez más. La flecha apunta hacia los azarosos eslabones que se encargarán de hacer reaparecer a la muchacha. Antes y después, no palpita la pregunta "¿quién lo hizo?" (eje del subrubro whodunit, siempre edificado en torno de un asesino misterioso) sino "¿qué es lo que está sucediendo?". Tal el lazo que une, en Vértigo, a la mejor expresión del toque Hitchcock con las tradiciones más inquietantes del cine universal.

Guillermo Ravaschino, 13 de agosto de 1999     

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