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7º Bafici (2005): Musicales, música


A pesar de Bresson


Algo está sucediendo con el cine en estos días. O con cierto cine (tampoco seamos tan taxativos). La vuelta del musical, podría decirse. Pocos géneros tan artificiales como este invento hollywoodense en el cual, en cualquier momento, sus protagonistas comienzan a danzar por todos los sitios y sus bocas se abren para desgranar canciones. A contrapelo del dictamen de Robert Bresson que en sus "Notas sobre el cinematógrafo" prescribe "nada de música de acompañamiento, de sostén o de refuerzo. Nada de música en absoluto", los directores han decidido volcarse a la música como quien se aferra al último pedazo de madera que pasa flotando tras el naufragio. Y esa elección merecería unas líneas que suspendan el encantamiento y permitan la reflexión. O el esbozo de una reflexión.

Este Bafici me regaló gratos momentos (me asumo como un espectador gustoso del género). Desde el extremismo de Tsai Ming-Liang hasta la sutileza de Chantal Akerman. Vamos por partes. Quizás una de las obras maestras vistas en este festival sea The Wayward Cloud (Francia-Taiwan, 2005). Como un péndulo que se mueve de un extremo a otro, Tsai Ming-Liang va del porno a la ingenuidad (musical) sin escalas. Un péndulo que busca su centro y no lo alcanza, no por incapacidad del destacado director malayo sino por inexistencia de ese centro. Personajes ex-céntricos que viven de silencios y en busca del agua que escasea y sólo interrumpen sus acciones cotidianas (ver televisión, filmar películas pornográficas) para danzar en bellas y luminosas coreografías y entonar canciones como expertos. Cada número que se despliega genera un asombro mayor y la cámara sabe sacar provecho de esos ballets increíbles.

Alain Resnais vuelve al espíritu juguetón de Conozco la canción pero ahora nos lleva al Paris de los años '20. Un vaudeville francés se cruza con el musical americano y el resultado es Not On The Lips (Francia-Suiza, 2003). El despliegue y el derroche que todo film de época reclama y la vieja historia de alguien que quiere a alguien que a su vez quiere a otro que... Fresco y divertido (aunque algunos minutos de menos no le hubieran venido nada mal), incluye escenas memorables como el cuadro de la solterona que canta cómo se vive cuando no se puede tener lo que se ama, o el de la cita general en el departamento de soltero del galán maduro.

9 Songs (Inglaterra, 2004) de Michael Winterbottom es una buena idea que ha perecido en el traslado a la pantalla grande: recorrer una historia amorosa a través de canciones cantadas en vivo en recitales filmados. Buena parte de los grupos londinenses en auge se prestan a este experimento que mezcla, nuevamente, la música con lo porno y precios(ist)as imágenes de paisajes desolados del sur antártico. Más allá de un trabajo de iluminación y fotografía que quiere pasar por búsqueda de realismo a lo reality y se queda en un foco mal puesto que muestra sin mostrar durante gran parte del metraje (y cuando lo hace se olvida de agregarle vida), todo se plantea con un grado de deserotización que nos deja más fríos que los paisajes helados que aparecen en pantalla. Quien haya atravesado la experiencia de Tsai Ming-Liang sabrá a qué me refiero: el inicio con la escena de la sandía es altamente hot y confirma que no hay necesidad de mostrar órganos sexuales.

Lo de Chantal Akerman es una incursión en el género más bien sombría cuando se aferra a él, y más bien original en sus búsquedas, en las que pone en juego el respeto a cierto ritmo interno que las imágenes parecen transmitir. Golden Eighties (Bélgica-Francia-Suiza, 1986) transcurre en una galería: otra historia de amores desencontrados, contrariados y no correspondidos, con distintas parejas protagónicas y una especie de coro que acompaña. Canciones con letra de la directora expresan los sentimientos más profundos de cada personaje (lindísima la del personaje que lee la carta del amado que ha viajado a Canadá en busca de mejores horizontes), pero acabarán dejando claramente establecida la posición desencantada de ésta con respecto al amor: la comparación final con una ropa cara o de la que no hay de nuestro talle (y en definitiva será cualquier otra, porque algo hay que vestir). Un musical divertido y chispeante que no puede ocultar su tristeza y su desesperanza sobre el mundo. Las canciones pop suelen ser así, burbujeantes y liberadoras, hasta que nos damos cuenta y antes que terminen el regusto amargo domina nuestras bocas y las lágrimas se aprestan a salir. Toute Une Nuit (Bélgica-Francia, 1992) se escande con un ritmo propio que cuando se concreta en canciones pop (esas que uno supone el pop más denigrado por la crítica) bailadas sin prejuicio ni vergüenza por alguna pareja, no hacen más que posicionar al espectador en ese mundo que deja afuera el cinismo y la ironía posmoderna; y cuando no, se presienten en esos planos que nos cuentan despedidas, reencuentros, llantos, alegrías, huidas, escapadas, valijas, abrazos, amores que nacen o mueren casi sin palabras y repitiendo, sin cansar, leit motifs resplandecientes. O como cuando en Nuit Et Jour (Bélgica-Francia-Suiza, 1991) Julie canta su historia mientras pasea en la noche parisina, vagando sin destino, esperando el día que le devolverá a su amado Jack que maneja un taxi durante esa horas.

En Walk On Water (Israel-Suecia, 2004), de Eytan Fox, las elecciones musicales construyen, de alguna manera, a los personajes: el joven alemán, nieto de nazi, que prefiere cancionistas mujeres; el israelí del Mossad, harto de la música triste que las radios difunden después de cada atentado, y que se sumerge en los cantautores yanquis (Bob Dylan, Bruce Springsteen, etc.). En Clean (Canadá-Francia, 2004), de Olivier Assayas, el bombardeo musical es un exceso. Aturde, y tanto abuso desvirtúa su presencia. En Como un avión estrellado (Argentina, 2005), de Ezequiel Acuña, viste esa melancolía que envuelve el tiempo de la adolescencia que Nico deberá atravesar. En Monobloc (Argentina, 2004), de Luis Ortega, el artificio evidenciado tiene dos momentos en sintonía con este tema: los fragmentos de canciones de su padre, que el director utiliza en el film saliendo de una Spika, son menos un guiño que una ruptura espacio-temporal que nos deja bogando sin referencias.

¿Qué pasa cuando un personaje en una película canta sin más porque las palabras ya no le alcanzan? ¿Qué nos pasa? Es bien sabido que cuando uno se enamora oye campanitas o violines. O eso dicen. ¿Será que estos días tan poco sentimentales necesitan una canción? No parece extraño que en tiempos en que la ficción busca (con)fundirse con lo documental una vía se abra y procure recuperar la magia y la ilusión.

Javier Luzi      

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