El denominado cine de
clase B nació como consecuencia de la depresión del '30 y su destino fue, en
un primer momento, el de simple entremés antes del plato principal. Carente
de figuras renombradas y mesurado en su metraje, este tipo de cine contaba
con un elemento del que su hermano mayor, en muchos casos, carecía: una
mayor libertad creativa (por ser considerado menor y evadir el
control de las productoras). De allí surgieron realizadores que tiempo
después definirían una estética y una temática que darían forma a un cosmos
complejo e influirían a una legión de seguidores. Entre ellos se encuentra
Robert Cummings, también conocido como Rob Zombie.
Al
frente de su banda White Zombie, homónima del film de Victor Halperin, el
ahora director hizo del Hardcore un templo en honor al cine B, al mismo
tiempo que lo t0ransformó en una disciplina conceptual. Como ya lo habían
hecho a comienzos de los '80, en plan más punk, The Misfits o The
Damned.
Pero el
creador de 1000 Cuerpos está lejos de ser un neófito. Supo dirigir
varios videos musicales de su grupo, influencia que ha arrastrado hasta su
ópera prima a través de los injertos en negativo o del uso del montaje y la
secuencia en torno de un concepto rítmico.
Para
cimentar su proyecto, se conjugan dos conceptos sobre los que pivotea este
viaje: por un lado un fuerte conocimiento del terror y la acumulación de
citas-homenajes y referencias que se tropiezan sin molestarse; por otro lado
la combinación de formatos, el gusto por lo excesivo, su autorreflexividad y
cierto distanciamiento propios del llamado cine posmoderno. Esta
fusión de lo genérico, lo histórico y el regodeo por la exageración se
establece ya desde el guión. En él se funden la mitología y las leyendas que
hicieran tan famosa a la América profunda. Entregándose a una
narrativa que no se limita al hecho contado sino que se presta a un juego
(muchas veces sádico) que se vuelve indescifrable, y en el que el
barroquismo de la puesta en escena establece la atmósfera sin necesidad de
golpes de efecto adicionales. Allí se delata el amor que Rob Zombie tiene
por el viejo cine de terror artesanal, físico, huérfano de efectos
digitales. Sin apartarse del subgénero extraño-en-tierra-extraña (tan caro a
Swift) que formó films de tonos heterogéneos (desde la críptica opera prima
de Peter Weir, Enigma en París, hasta Nada más que problemas,
aquella comedia dirigida por el Blues Brother sobreviviente Dan Aykroyd),
1000 Cuerpos se puebla con una galería de personajes antológicos, una
especie de "dream team" pesadillesco que parece confirmar aquella sentencia
que alguna vez profirió Caetano Veloso: “de cerca ningún hombre es normal”.
Pletórica de referencias, la película se descubre como una criatura
concebida a partir de retazos, de fragmentos anacrónicos unidos por el
oficio y el arte de crear a partir de la muerte. Rob Zombie se disfraza de
Mary Shelley y da vida a su Frankenstein en una cirugía que congrega al Sam
Raimi de Diabólico, al Tobe Hooper de El loco de la motosierra,
a Tod Browning y (cuándo no) a Alfred Hitchcock. Semejante reunión –o
"recolección" de greatest hits– es un puerto peligroso de abordar. En
más de una ocasión los recortes y el acopio de influencias amenazan con
desgastar y volver moroso el proyecto, incluso irritando al espectador. La
falta de una idea que aglutine y dé sentido a esta empresa decanta en dichos
momentos en un término muy en boga: el “pastiche”.
Pero la imaginación del
director rinde tributo sin apartarse de la comunión entre una concepción
historicista y las nuevas improntas formales. Más allá de sus altibajos,
entonces, el resultado es un viaje alucinado y lleno de libertad que no
aminora la marcha y concluye en un epílogo que parece haber surgido de la
pluma de Lewis Carroll tras una noche de excesos con el apóstol del ácido
Timothy Leary. Bienvenida Alicia.
Bruno Gargiulo
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