A diez años del
suceso, 18-J es el primer film argentino sobre el atentado a la AMIA.
No es casual que el mismo sea un film colectivo en el sentido de que intenta
ser un reclamo social (pedido de justicia según la reseña introductoria) y
no tanto una búsqueda de sentido de ese suceso. Es decir que el film
no se interesa tanto en abordar causas políticas que inexorablemente
explotan –en un doble sentido– un 18 de julio de 1994, y tampoco pretende
ahondar en consecuencias políticas (lo que se puede entender como
encubrimiento gubernamental y que conlleva a una deficiencia de justicia),
puesto que 18-J está lejos de ser un periplo por el expediente que
descansa en el Poder Judicial, a pesar de que el corto de Alejandro Doria
opere un acercamiento sobre esto. De alguna manera este film niega, sin que
esto pueda leerse peyorativamente, cualquier intento de reflexión respecto
de la problemática judía, su posición en el mundo y su vínculo con
comunidades "otras" que, indefectiblemente, se le oponen. Tal vez el más
alejado de esto sea el corto de Marcelo Schapces, La ira de Dios,
cuyo personaje interpreta el hecho como un desplante divino frente a su
decisión de no realizar su bar-mitzva, más allá de que el epílogo desmienta
esta interpretación.
¿Cuál es la
búsqueda, entonces, de 18-J? Se trata de una búsqueda de valores
humanos que intentan ser recuperados, del sentido de una memoria un tanto
enmohecida. Y lo que intenta recuperar en esta búsqueda es un cuerpo, o
mejor, un rostro social a través de esos 85 cuerpos perdidos. Ahora bien,
para configurar una imagen –cinematográfica a falta de cualquier otra– de
las secuelas del horror, el camino parece ser el de restituir los cuerpos de
esas 85 víctimas, es decir, adjudicarles un nombre, una existencia. Frente
al vacío, la decisión es dar cuerpo, narrar historias, dar vida a algo que
hace diez años parece ser inerte, tomando en cuenta que no desata ninguna
reflexión al respecto. Pero como veremos esta no es una tarea sencilla.
Por otro lado,
juzgar un film colectivo es un trabajo engorroso ya que se trata de un film
que funciona a distintos niveles. Como totalidad (18-J) y también en
cada caso particular (la narración de cada uno de los diez realizadores).
Indudablemente hay una unidad, que es el film en sí mismo, pero que se
compone por el diálogo que cada corto puede establecer con los demás, los
cuales a su vez funcionan por sí solos. En este sentido la primera
disparidad que asoma se da entre la reseña introductoria, con la voz en off
de Norma Aleandro, y los cortos restantes. En la misma se habla de "exigir
que se sepa finalmente la verdad" y también se declara que "hoy seguimos sin
saber cómo y por qué pasó lo que pasó". Pero nada de esto interesa realmente
en los cortos. En ellos se trata sólo de constituir la memoria restituyendo
cuerpos, algo que –al igual que este film– sólo es posible gracias a un
trabajo quirúrgico y cuyo resultado no puede ser otro que el de un cuerpo
fragmentado a la manera del monstruo de Frankenstein. ¿Qué es esto sino
La memoria de Carlos Sorin? En él se enlazan una tras otra imágenes
compuestas por fotos familiares de rostros –todos ellos sonrientes y con
nombre propio– que parecen decir "aquí estamos". Cada uno no funciona ya
como unidad sino que es en la acumulación donde se produce un sentimiento de
empatía con los que no están más. Pero también se produce un sentimiento de
impotencia y de vacío. Nada hay por hacer.
Por su lado,
Vergüenza, de Alejandro Doria, es un monólogo, o diálogo con la cámara,
ejecutado brillantemente por Susú Pecoraro, quien se encuentra en un espacio
clausurado y rodeada, como en un gesto infinito, por diversos recortes de
diarios que comentan el atentado. Una multiplicación de voces que conducen a
un vacío de sentido. En esa descripción del suceso –desde dentro– ella no es
más que una de las 85 víctimas. Aquí tampoco parece que haya mucho por
hacer. Ella está esperando que otros hagan.
Este caracter
múltiple también se hace presente en el corto –sin título– de Daniel Burman
en donde la enunciación va pasando de voz en voz, de testimonio en
testimonio pero siempre pareciendo formar parte de un todo no divisible,
como si en la congestión de personajes se encontrara una clave del suceso.
A diferencia de
estos, los cortos de Lucía Cedrón (Mitzvah), Alberto Lecchi (La
llamada), Juan Bautista Stagnaro (La divina comedia) y Adrián
Suar (Sorpresa) se concentran en el mismo día del hecho extrayendo
historias puntuales de familias y personajes cementados en el olvido, pero
que equivalen a cualquier familia o personaje posiblemente vinculado con el
atentado.
Con este fondo
que intenta recortar un costado humano, emerge 86 de Adrián Caetano
compuesto por bellísimas imágenes de objetos desmenuzándose por un
estallido, imágenes –hay que decirlo– de caracter publicitario, de venta, de
extrema belleza. Pero ¿qué se exalta aquí? La conquista de Caetano (dejar a
la violencia en el fuera de campo para trabajar con los restos de ella)
parece empañarse, a mi entender, en una absurda decisión estética. En este
punto ¿qué sentido tiene el embellecimiento de una imagen o trabajar con una
imagen cuyo motor es la fuerza y el poder de la seducción?
Por último,
Lacrimosa, de Mauricio Wainrot, quien tiene una larga trayectoria en el
ámbito de la danza, explora a través de elementos mínimos (el movimiento de
los cuerpos y una escenografía escasa) el desgarro de la muerte y el
sentimiento de la ausencia. Este corto, que puede pensarse como una isla en
la longitud de la cinta, sintetiza de alguna manera el efecto producido por
el film en su totalidad. 18-J habla sobre un vacío, sobre una
reconstrucción –del cuerpo, de la memoria, del suceso– pero lo hace casi sin
reflexión. Encuentra por tanto un vacío en el vacío o un ojo ciego como el
que cierra el corto de Caetano. Ahí ceguera equivale a vacío.
Tomando en
cuenta los fines y valores que alientan al film y, por otro lado, tomando en
cuenta lo ya expuesto, es muy difícil calificarlo como bueno o malo (si es
que estas categorías pueden ser de fiar a la hora de recomendar un film).
Pero esto no impide esbozar algún juicio. Sin duda, su mayor virtud es la de
lanzar un interrogante: ¿qué fue todo esto? Su mayor desacierto es que la
mayoría de los realizadores intentó lanzar la pregunta desde el mismo sitio
(18 de julio de 1994, AMIA, bomba, muertos) para encontrar ese mismo punto
de origen al final del recorrido (18 de julio, AMIA, bomba, muertos).
18-J es por tanto un círculo que se cierra diez años después, y por eso
se topa con un vacío. Si fuera, en cambio, una espiral, podríamos pasar
innumerables veces por el mismo punto aparente, pero con la perspectiva
siempre distinta que proveen las curvas ascendentes (o descendentes). Tal
vez se necesite mayor distancia, otros diez años, para cambiar de figura.
Silvina Rival
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