La crisis moral desencadenada en la
protagonista Iris (Samantha Morton) por la muerte de su madre es el tema que
estructura la trama –palabra demasiado generosa para una mera sucesión de
estados anímicos– de la ópera prima de Carine Adler. Para desahogar sus
penas, Iris explorará su sexualidad, entregando el cuerpo a cuanto hombre
se le cruce. También comentará sus desahuciados pensamientos en voz en off
y describirá sus relaciones; las imágenes de los encuentros amorosos –también
hay masturbaciones– de la protagonista están acompañadas de meticulosos
monólogos en los que explicita sus sensaciones físicas.
Samantha Morton (la mudita de Dulce y melancólico) interpreta con
eficacia a una chica de movimientos torpes y aniñados, que contrastan con
el desenfreno de sus apetitos sexuales. Su actuación es quizá lo mejor de
esta película, pobre en invenciones por donde se la quiera mirar.
Es fácil explicar esta pobreza: una idea no basta para desarrollar un
argumento, menos cuando los experimentos formales son recatados: cámara en
movimiento, puesta en escena marcadamente esteticista y poco más.
Ciertas escenas recuerdan a La caída de los ángeles (es decir, a
lo peor de Wong Kar-Wai). Ciertos datos del vestuario remiten a otra
obra de este director, Chungking Express; Iris usa la peluca de su
madre y anteojos de sol. Nos viene al pelo, por la pretensión estética, la
comparación con este director, que en sus mejores obras, como en la última
mencionada, sí sabe combinar los recursos formales con invenciones
circunstanciales interesantes (¿recuerdan la voz en off que comenta con
detalle horario el rozamiento en la calle de los enamorados personajes?; ¿y
la melancolía que sugería el vencimiento de la lata de conserva?). La
directora primeriza de A flor de piel, en cambio, mezcla música
tecno con desgarramiento emocional. Y su "poética" siempre se ve
eclipsada por la falta de un elemento que contenga y desarrolle la idea de
la trama.
Imaginen una historia similar pero con un protagonista masculino: el
hombre, desconsolado por una muerte, se tira a todas las muchachas
que se le cruzan en el camino. ¿No sería una propuesta demasiado simple,
elemental, grosera incluso? Ahora, vuelvan a pensar en una mujer como
protagonista. Conclusión: extrañamos a Doris Dörrie, a Jane Campion, que
cuando hablan de mujeres las abordan, esencialmente, como seres humanos. En A
flor de piel, más allá de la "ruptura" de alguna convención
sexista ya superada, no aparece aporte alguno a la temática femenina, ni a
la masculina, ni a la cinematográfica.