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A TODO CORAZON
(A La Place Du Coeur)

Francia, 1998


Dirigida por Robert Guédiguian, con Arianne Ascaride, Pierre Banderet, Véronique Balme, Jean-Pierre Darrousin, Laure Roust, Alexandre Ogou.



El francés Robert Guédiguian debe ser uno de los directores más constantes de la actualidad. Orgulloso de ser hijo de obreros, parece haber forjado sus inquietudes cinematográficas a la vera de esa condición. Guédiguian filma historias de amor en ambientes proletarios, en los que el combate cotidiano por la supervivencia es un personaje casi tan palpable como los de carne y hueso. Año tras año –ya van quince– aborda los mismos temas, se vale de los mismos actores y ambienta sus historias en la misma ciudad (Marsella, que lo vio nacer en 1953).

No siempre lo hace con la misma fortuna. Su película de 1997, Marius y Jeannette, retrataba deliciosamente a un puñado de habitantes del suburbio. Chiquitita en el mejor sentido, no salía de ese caserío singular –menesteroso y, a la vez, a un par de pasos de la exultante costa mediterránea– en el que media docena de trabajadores de lo más simpáticos gozaban y sufrían con admirable, contagiosa naturalidad. Las intenciones de Guédiguian no estaban ausentes. Se lo sentía ahí, cerca de ellos, a favor de ellos... pero en segundo plano, sin interferir. A todo corazón, en cambio, resulta víctima de esas mismas intenciones. O más bien: de unas "buenas intenciones" que, a lo sumo, parecen destinadas a tranquilizar conciencias.

La historia es la de Clim, una adolescente blanca y etérea que se enamora de un muchacho negro, Bebé, vecino y amigo suyo desde la infancia. Las familias de una y otro comparten buena parte de la anécdota que, en plan de estricto racconto, empieza cuando Clim, emocionada, va a visitar a Bebé a la cárcel para contarle que espera un hijo suyo. Lo que sigue es un largo viaje por la cadena de circunstancias que desembocaron en esa situación. El primer tramo focaliza en la relación y las dificultades económicas de la pareja, que decide compartir un techo aunque le cueste financiar la renta. Más tarde, el negro es encerrado por un delito que no cometió. Y tendrá a Clim y la familia haciendo lo imposible para lograr su absolución.

Pese a que los roles están bastante bien interpretados, los personajes se resienten por causa de los trazos gruesamente maniqueístas con que los perfila el guión. Clim y Bebé lucen tan nobles e inocentes que ya no parecen de este mundo. En el otro extremo, la mamá y la hermana del muchacho –religiosas fanáticas– son inconcebiblemente idiotas e insensibles. Y el policía que incrimina falsamente a Bebé (y fastidia luego a Clim) ostenta una perfidia francamente caricaturesca. Sádico, racista, de ojos aceitosos y titilantes, remite mucho menos a un uniformado real que a –digamos– Montgomery Burns, el cruel magnate de Los Simpson.

El film está puntuado por frases más o menos cursis en off extraídas de una novela del estadounidense James Baldwin, sobre la que el director se apoyó con excesiva literalidad, despreciando la necesaria tarea de ampliación y poda que siempre reclama este tipo de material. Forzada voltereta de por medio, el último segmento de la historia nos pasea por las calles devastadas de Sarajevo. Y deriva en uno de los happy endings más tirados de los pelos de los últimos tiempos.

Guillermo Ravaschino