La historia de estos tres
astronautas argentinos que parten desde la base espacial Temperley a bordo
del Estanislao, con el objetivo secreto de dispararle a la luna para
restablecer el clima terrestre, y quedan varados en el espacio permanece,
también como película, en un lugar indefinido y errante. Es cierto que
Sergio Bizzio –dramaturgo de la obra original y uno de los guionistas de
esta versión fílmica– ha hecho del desplazamiento semántico y la mutación
genérica una marca de estilo literaria personal y fértil, pero al menos en
sus novelas eso no suele impedir la identificación del lector con los
avatares de la trama ni el goce estético de la misma, casi siempre por la
vía del humor. En la película, en cambio, esto no sucede seguido ni tan
fluidamente.
Con todo,
hay unos cuantos hallazgos dignos de mención: las económicas pero
funcionales imágenes alla Carpenter del exterior de la nave y del
espacio que prologan la película; los estimulantes efectos sonoros que
remiten al más artesanal cine clase B; la introspección traumática del
comandante Delgado (Gabriel Goity); el mismo comandante orbitando alrededor
de la nave durante media película; y muy especialmente, los veinticinco
minutos de contaminación estilística que coinciden con el traspaso del punto
de vista desde los hombres a la subcomandante Rodulfo (Alejandra Flechner),
e incluyen a una especie de vampiro extraterrestre, un número musical
anacrónico y efectos visuales deliberadamente rudimentarios pero efectivos.
Lo que pasa
es que aun estos méritos terminan jugándole en contra. Teniendo en cuenta la
afición del cineasta Fernando Spiner por la ciencia ficción (recordemos que
es el director de La sonámbula) y la más que aceptable puesta en
escena espacial exterior a la nave, a uno le queda la segura de sensación de
que podría –y puede– filmarse una buena película de género si se desea
hacerlo. Optar por subvertir y parodiar un género como este en un país que
nunca lo produjo parece, al menos, una decisión inconsistente. Como si se
subestimara un esquema narrativo por el sólo hecho de saber que el cine
argentino no cuenta con el presupuesto necesario para filmarlo
suntuosamente, cuando lo único que se necesita es un guión que disponga las
fórmulas genéricas con prolijidad e imaginación.
Me dirán entonces que la
intención no fue burlarse de un género sino de ciertos defectos típicamente
nacionales. Peor para la película y para el cine argentino todo. El
altarcito de la virgen de Luján puede hacernos sonreír por la contradicción
entre ciencia y superstición –y porque no está subrayado por la cámara–,
pero que la clave para regresar a la Tierra de una nave argentina sea Miami,
o que sólo puedan hacerlo impulsándose a puteadas acaban por ser nada más
que viñetas costumbristas, recursos tan pobres como aquellos defectos que se
quiere criticar. Porque en esos momentos la película no se toma en serio y
refiere directamente a elementos que están afuera de la historia y no dentro
de ella, lo que impide al espectador consustanciarse definitivamente con la
obra. Esta desconfianza –o desprecio– por la capacidad narrativa
cinematográfica obliga al exhibicionismo de los actores, el giro hacia el
grotesco y el chiste fácil, todo lo cual puede estar relacionado con el
teatro, el sainete o la televisión pero tiene poco que ver con el cine.
Marcos Vieytes
|