Las
películas de espías construyen un mundo donde lo real y la fantasía se dan
la mano, disuelven los límites y remiten a un momento epocal muy preciso. Un
tiempo de guerra o, a lo sumo, de entreguerras. En sus comienzos (los '40 y
'50) los conflictos bélicos mundiales eran escenario y motivo. Los '60 y '70
vieron desarrollarse las carreras de algunos espías que aprovechándose de la
Guerra Fría llenaron la pantalla grande con sus aventuras. De ahí en más
cada resurgimiento implicó de alguna forma una batalla por dar con ese marco
binario donde la disputa pudiera colarse, pero de a poco ya no importó tanto
quiénes pretendían quedarse con el control mundial sino que los efectos
especiales, cada vez más predominantes, convirtieran a esos hombres en
superhombres, indestructibles, casi dioses inmortales. Ahí están el nuevo
James Bond o el Ethan Hunt de Misión: imposible para testimoniar los
cambios. Y, principalmente, Jason Bourne.
Pero
a nuestros tiempos le faltaba un cambio más. El de género (de hecho, este
proyecto había sido pensado originalmente para Tom Cruise). Sí, Mata Hari es
un clásico, y su aggiornamiento es lo único que la industria puede
plantear como novedad. Entonces llega Salt, Agente Salt. En cierto
modo, la versión femenina de Bourne: la cuestión de la memoria y la
identidad los hermana.
Evelyn Salt, una importante oficial de la CIA, se ve acusada por un supuesto
desertor de ser una contraespía rusa dispuesta a llevar a cabo la misión
final: matar al presidente norteamericano. De repente, Salt se encuentra
envuelta en una trama que parece cerrar perfectamente y la ubica en el peor
lugar, la de la traidora a los valores que ha defendido y en los que se ha
formado, porque todo el plan anunciado se va cumpliendo paso a paso y parece
ser llevado a cabo por ella misma mientras también, a la par, procura
salvaguardar al amor de su vida.
Paranoia mediante (un clisé yanqui) y al compás de la actualización de un
mundo que siempre requiere de la división dicotómica de buenos y malos, el
guión desarrolla una absurda, disparatada y conspirativa trama que nos
retrotrae a aquel tiempo de la Guerra Fría. Una URSS sórdida y malévola, que
ya no existe pero resurge como un actor fantasmático que desde las
individualidades sostiene la archiconocida batalla en detrimento de la
Democracia Occidental (o sea el gobierno estadounidense).
Carrera sin fin, vertiginosa e increíble, especialmente para su protagonista
que no para un segundo y salta de camión a camión, de autopista a autopista,
maneja con maestría todas las armas, se disfraza de varón, supera a cientos
de agentes especializados, desbarata planes ultrasecretos y jamás se
despeina ni se rasga las vestiduras.
Angelina Jolie (que se ve muy bella, primero rubia hitchcokiana y luego
morocha alla viuda negra) casi logra hacer del defecto, virtud: con
su rostro impávido, su rictus impertérrito y su característica nula
actuación a la que nos tiene acostumbrados consigue no demostrar ningún
sentimiento (lo que como espía es necesario), en tanto que Liev Schreiber
viene de un par de papeles anteriores que, más allá de su buena performance,
lamentablemente echan por tierra cualquier giro sorpresivo de los que le han
tocado en suerte en este caso.
Entretenimiento aceitado, que usufructúa y multiplica los gadgets
tecnológicos y crea la situación que deja abiertas las puertas para que la
taquilla dicte, al menos, una secuela posible.
Javier Luzi
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