Parker (Ryan Phillippe) y Longbaugh (Benicio del Toro) son dos bravucones
de poca monta que buscan desesperadamente su gran golpe. Con todas las de
perder, intentan sacar unos billetes donando esperma a una clínica de
fecundación. Cuando se enteran de que una joven a punto de parir alquiló
su vientre a una pareja de ricachones, los dos matones huelen el
plan perfecto: secuestrar a la inofensiva embarazada (Juliette Lewis, en
otra de sus típicas jóvenes trastornadas) para pedir una suculenta
recompensa. Pero el plan, que ejecutan, se les irá previsiblemente por el
retrete: el hombre que alquiló el vientre es un famoso traficante de
armas que hizo su fortuna lavando dinero... y Parker no podrá evitar
enternecerse con la madre sustituta.
Si les parece mucho (o poco, según
sus paladares), apenas acaban de pasar escasos treinta minutos de
película.
Luego de alzarse con un Oscar por el
guión de la tramposa pero efectiva Los sospechosos de siempre,
Christopher McQuarrie decidió debutar como autor/director con una
violentísima aventura definida por él mismo como un "western
noir".
Manejándose por esos carriles, el
film gana puntos mientras se postula como una versión hard de Thelma
& Louise y Arma mortal, pero cuando intenta adentrarse en
la enmarañada madeja que supone un policial negro –después de esa
prometedora media hora inicial– comienza a acumular triángulos
amorosos, traiciones gangsteriles y frases hechas que truncan el
placentero devenir de los noventa minutos restantes.
Eso sí, rodeado de un atractivo
elenco: Benicio del Toro, que a pesar de seguir participando en películas
que prometen mucho más de lo que cumplen (la somnolienta Traffic,
la lisérgica Pánico y locura en Las Vegas o la reciente Snatch,
cerdos y diamantes) no puede opacar su carisma innato como Longbaugh,
que trata de zafar de una potencial masacre sin abandonar jamás el
cinismo.
Arreglándoselas con un par de
gestos para transformarse en otro adorable pistolero sanguinario;
luciéndose en un diálogo con el hampón/mediador interpretado por James
Caan, que sigue siendo un buen actor aunque a años luz de su inolvidable
Sonny Corleone y de los simpáticos personajes que interpretara para el
otoñal Howard Hawks. Otro ejemplar veterano, muy desaprovechado como el
camarada de Caan, es el ahora calvo Geoffrey Lewis, padre de la mentada
Juliette y experimentado secundario en grandes films de Clint
Eastwood.
Todo esto me sugiere un par de
interrogantes: ¿qué ocurre actualmente con el cine alternativo?
¿Adónde está la alternativa? Es que todo el cine marginal a la
industria –el que bordea temas como la violencia o las compulsiones
extremas– adolece de una tarantinización (perdón Quentin, pero
tarde o temprano ibas a dar lugar a este tipo de etiquetas) innecesaria:
demasiados giros argumentales, abrumadoras citas a films anteriores,
personajes que carecen de toda moral que los redima, violencia gratuita.
La situación, que se manifiesta a escala mundial, pudo ser fácilmente
apreciable en el reciente Festival de Cine Independiente porteño, adonde
films como La isla (Corea del Sur) y Chopper (Australia)
expusieron crímenes y vejaciones sin la menor lógica ni respeto por el
espectador. No, no me tomen por un purista desorientado: disfruto
enormemente de la violencia en el cine cuando es catártica o
adrenalínica... o cuando busca hacerme reflexionar sin golpes bajos.
Al calor de las armas parece
intentar algo así, pero descaradamente resuelve todos sus planteos con
una balacera interminable en un hotelucho mexicano (¡sí, igualito a La
Fuga de Sam Peckinpah!), desencadenando una masacre sangrienta. Densa,
abrumadora como pocas, en la que McQuarrie juega arbitrariamente con el
paroxismo y el mal gusto, porque acá no encontraremos nada cercano a la
poesía descolocadora del primer Kitano, ni a la contundencia estética de
la muy cuestionable Rescatando al soldado Ryan.
Gabriel Alvarez
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