La película de Harold Becker es el resultado de una suma muy abarcativa de los estudios
Universal. La fórmula de Testigo en peligro está en la base de la operación,
con ese chico que "sabe demasiado" y, de resultas, tiene a una peligrosa
organización paragubernamental empeñada en darle muerte. Su incondicional aliado, Art
Jeffries, proviene del FBI, aunque está en desgracia con los federales desde que
encabezó un frustrado rescate de rehenes. El esquema de El fugitivo complementa
al anterior, ya que los dos emprenden larga fuga, con los hombres de la NSA (National
Security Agency, más temible que la CIA) pisándoles los talones. Pero ahí no termina la
adición. Simon tiene nueve años y es autista. Vale decir aislado, introvertido, pero no
idiota. Y la alianza entre el pequeño (Miko Hughes) y Art (Bruce Willis) fatigará las
generales de una relación muy parecida a la que Dustin Hoffman y Tom Cruise sobrellevaban
en Rainman. Lo que ha hecho Simon es descifrar por azar la clave Mercury, el
flamante, inviolable código top secret de las fuerzas de seguridad estadounidenses.
El problema de Alguien sabe
demasiado no proviene tanto de la suma de recetas, que todo el que ha visto dichas
películas percibirá con evidencia, como de las enormes, fastidiosas concesiones que
reclama el film del espectador. A esta altura del partido, es a todas luces imposible que
un software de encriptación como la clave Mercury pueda costar 2000 millones. Más aun,
que semejante código pueda ser desculado a pura intuición por un autista, como
lo pretende la película en base a endebles explicaciones "científicas". El
hecho es que la carrera de un tal Kudrow (Alec Baldwin), el capo de la NSA, depende del
éxito de Mercury. Y entre gastar otros 2000 millones y eliminar al niño, éste ya hizo
su elección. La dupla protagónica se apoya en recursos igualmente frágiles: Art llega
al escenario de un crimen (el de los padres de Simon, en Chicago) y una única certeza
la de que se usó una pistola demasiado costosa para el status de la familia
le alcanza para reconstruir toda la situación. La increíble torpeza de los planes de
Kudrow, y el hecho de que sea siempre el mismo matón el que marra los disparos, sepultan
los últimos vestigios de coherencia respecto de la ultrapoderosa NSA. La pericia del
realizador aflora en un par de buenos sustos que llegan cuando nadie los espera y, más
raramente, en el montaje de las secuencias de acción.
Bruce Willis no está nada mal. Conoce
de memoria este tipo de roles (no muy distantes del que ya desempeñó tres veces en Duro
de matar) y sabe no tomárselos del todo en serio. Lo que comulga con unos pocos
chistes que, de tanto en tanto, disimulan las inconsistencias del guión. Alec Baldwin
también hizo muchas veces de villano, casi siempre tan acartonado y cursi como luce
aquí. Miko Hughes hace lo que puede, naturalmente poco si se considera que un autista
requiere una caracterización autista. Pero Harold Becker (City Hall, Prohibida
obsesión) lo zarandea de lo lindo: Simon ahúlla como un perro cuando está a solas
con Willis, pero se convierte en un cordero para posibilitar el escape cada vez que asoman
los perseguidores. ¿Y cómo definir a Stacey, esa chica que se encuentra Willis
algo sucio, en camiseta, con la barba de tres días en un bar y, de buenas a
primeras, acepta convertirse en baby sitter ad honorem y refugiar a ambos en su casa? Tal
vez como la muchacha perfecta para una película como esta.
Guillermo Ravaschino |