A
la legua,
esta adaptación de la novela de Lorenzo Silva, que relata la investigación
del asesinato de un empleado de seguridad de una planta nuclear,
ya
se revela como un policial español anacrónico que padece de diálogos
literarios propios de nuestro tristemente famoso viejo cine argentino.
Lo curioso es que (a excepción de la aparición especial de Miguel Angel
Solá) estos diálogos ni siquiera son teatralizados por el elenco o
por la cámara para imprimirles trascendencia, como sucedía –y aún sucede– en
el peor cine de estas pampas. Por el contrario, una incesante catarata de
frases novelísticas se encadena sin modulación ni pausa, del principio al
fin. El resultado no deja de ser llamativo… pero para mal.
Más que un alquimista, lo que tenemos es una directora impaciente,
que no filma prácticamente otra cosa que palabras repetidas de memoria. Lo
que alumbra una paradoja: en una película donde la puesta en escena se
limita a plantar los personajes sobre el decorado y la puesta de cámara a
mostrarlos, cualquier decisión estética que ponga a la imagen sobre la
palabra, por módica que fuere, recibe una inesperada atención. Cuando una
viuda mira la foto de su marido difunto, una convención se transforma en un
suceso (¡alguien dirigió la película!). Por supuesto que cuando estas
elecciones son arbitrarias, el error también queda subrayado. Hay sobre el
final un grosero movimiento circular alrededor de los personajes que crispa
los nervios.
Por lo demás, se trata de un policial sin vida, con personajes
unidimensionales, sin suspenso ni tratamiento dramático que merezca ese
nombre. Tan lejos del cine que más de un espectador impaciente saldrá
anticipadamente de la sala.
Ramiro Villani
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