Alguna vez Howard P.
Lovecraft aseguró, en su libro “El horror en la literatura”, que el miedo es
la emoción más antigua y aguda de la humanidad, y que el más intenso de
todos los miedos es a lo desconocido, a lo inexplicable. En Lovecraft, pero
también a partir de Lovecraft, el humano se transforma en un mero
intruso de un mundo inescrutable, inimaginable y muchas veces fatal. Con
seres atravesados por lo oculto, que escapan a toda normalidad e
hipnotizan las miradas de los lectores-espectadores. En términos
psicológicos, y en contraposición al ámbito cotidiano, este universo
fantástico despierta complejos reprimidos fundados en la infancia. En este
sentido se establece una dicotomía: la realidad familiar por un lado, y lo
siniestro por otro. El arte, al desarrollar ese mundo pesadillesco, opera
como catarsis de esos miedos, amplificándolos y enfrentando al hombre con
sus propios, íntimos demonios.
Este acto de identificación
tomó aun mayor fuerza al crear horrores con forma humana: los zombies
(muertos vivientes) ejercen el terror a nuestra imagen y semejanza.
Su tradición cinematográfica es vasta. Algunas obras intentaron desentrañar
su génesis (La serpiente y el arco iris); otras, obviaron cualquier
explicación para centrarse en su estadía entre los vivos. Esta segunda
opción fue característica, a fines de los sesenta, de una nueva corriente
estética que produjo un cambio en los rasgos genéricos del terror
convencional: el cine gore, que ajustaba su mirada a la atrocidad y a
la violencia de las imágenes, y las sobrecargaba con sangre y cuerpos
desmembrados. George Romero fue artífice fundamental de este cine. Sus
zombies irrumpieron en su opera prima La noche de los muertos vivos,
de 1968, y se prolongaron en la trilogía que se completó con El
amanecer de los muertos en 1978 y El día de los muertos vivos en
1985.
En 2004,
el director debutante Zack Snyder ofrece la remake del ahora clásico
de Romero del ‘78, pero con un presupuesto y una tecnología que su mentor
jamás hubiera soñado. Esta nueva entrega de El amanecer de los muertos
mantiene la propuesta gore, pero resulta una versión edulcorada,
mucho menos crítica, críptica y oscura que su predecesora. El shopping
center adonde quedan encerrados los protagonistas, por ejemplo, casi no
sostiene una mirada crítica sobre la sociedad de consumo, representada por
su principal bastión: la barbarie humana (no precisamente la de los muertos
vivos) se muestra en viñetas que poco a poco van cediendo ante un montaje
cada vez más veloz. La puesta en escena nunca termina de congeniar con el
guión y esquiva el tono apocalíptico que los diálogos intentan establecer.
El fin
de la civilización, el aniquilamiento de lo humano, el aislamiento también
la emparentan con la reciente Exterminio, pero la mirada de ambas
películas difiere desde el inicio: si Danny Boyle vaciaba Londres y
encuadraba al protagonista paseando por los recuerdos de una ciudad que
alguna vez existió (antes de ser barrida por un virus), Snyder opta por una
variante incendiaria y despiadada. Como en un nuevo 11 de septiembre
(la referencia es notoria), la protagonista huye desesperada en su auto,
luego de ver a su marido morir y resucitar de manera monstruosa, y presencia
la masacre en todas sus dimensiones. La cámara comienza a inquietarse y
terminará abusando de ángulos picados y cenitales que se multiplican sin
ningún sentido (¡una copia de Psicosis por favor!), no sin mostrar,
de paso, alguna que otra bandera estadounidense.
Otra
diferencia con la película de Romero es el protagonismo múltiple, que
comparten un policía de aire fascistoide (Ving Rhames), la enfermera
fugitiva ya nombrada (Sarah Polley) y un padre descorazonado y leal (Jake
Weber) que no tardará en mostrar su costado sensible y conmovedor. Es que
El amanecer de los muertos modelo 2004 intenta de manera obvia generar
condescendencia: diálogos acartonados, despedidas en cámara lenta, heroísmos
aleccionadores, todo bien sazonado por la abundante cuota de sangre que toda
hecatombe requiere.
Un
amanecer sin novedades bajo el sol.
Bruno Gargiulo
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